Siento curiosidad por el crimen de Fago, ese pequeño pueblecito del Pirinero aragonés sacudido desde hace un par de semanas por decenas de cámaras de televisión. Algunos quieren ver un suceso heredero de Puerto Hurraco o Alcàsser. Es posible que lo sea, pero a los que nos gusta ir a los pueblos sabemos que tienen una doble cara. Por un lado suelen ser remansos de paz, en medio de paisajes excelsos y encantadores. Pero, al mismo tiempo, pueden resultar un infierno en caso de degradarse la convivencia. ¿Por qué? Porque el margen de libertad es muy pobre: en un pueblo te controlan todo, incluso el más mínimo detalle. Y surgen las rencillas. Y los suicidios. Algunos sociólogos de la Escuela de Chicago consideraban que el mundo rural ofrecía equilibrio y, en cambio, la vida en la ciudad resultaba desordenada. No lo tengo tan claro siempre. Me gustaría saber, proporcionalmente a la población, si la tasa de suicidios o de crímenes en los pueblos es inferior a la de las urbes. Hay una parte amable y estupenda de los pueblos: sus gentes, sus estampas, sus tradiciones, sus monumentos y su infinita tranquilidad. Pero no todo el monte es orégano. En eso que llaman «medio rural» me he encontrado, y me encuentro, una mayoría de personas que merecen la pena. Otras, no tanto: alcaldes que se enfadan si les haces una pregunta incómoda e intentan agredirte; lugareños que te cierran la puerta sin darte los buenos días; vecinos desconfiados, miradas de odio, refriegas por una linde o un huerto que acaban a hostias… El crimen de Fago es la punta del iceberg de un problema extremo de convivencia. No hay por qué exagerar, pero ni en lo bueno ni en lo malo. Pienso que la bondad no tiene residencia fija en el campo, como a veces hacemos creer. Esta actitud responde al mito del agro, explotado desde los griegos, que es una historia romántica y maravillosa pero de difícil aplicación en la actualidad.