La Garlopa Diaria

6 febrero 2007

Un tricornio en Guadalajara


«Soñaba cada noche con el cabo»

Un guardia civil raso explica su vida en una casa cuartel de pueblo bajo un régimen militar que considera abusivo

EL PAÍS, 4.02.07

En la reja de la ventana de la casa cuartel hay atado un espejo retrovisor de camión. Sirve para que los guardias que trabajan dentro vean quién se acerca.

-Así saben si se aproxima un delincuente, ¿no?

-Así vemos si se acercan los mandos y tenemos tiempo de colocarnos la gorra y la chaqueta correctamente y evitar sanciones. Aquí tenemos más miedo a los mandos que a los delincuentes.

El que habla es un guardia civil raso, de 36 años, destinado en un pueblo de Guadalajara de más de 2.500 habitantes, con más de 15 años de servicio a sus espaldas. Hace dos semanas estuvo en la manifestación de la Plaza Mayor madrileña, vestido de uniforme, junto con otros 3.000 compañeros, para reclamar la desmilitarización del cuerpo. A pesar de eso, no se atreve a dar la cara en la foto ni a que se publique su nombre verdadero: «Ponga Carlos. No tanto por mí como por mi mujer: lleva ya muchos disgustos». El anonimato, a su juicio, está más que justificado después de que el viernes el Ministerio del Interior expedientara a otros 16 guardias civiles de los que participaron en la protesta. Con éstos son ya 18 los agentes sancionados.

Carlos es guardia raso. Cobra 1.300 euros al mes, de los que 150 corresponden a que desempeña el puesto «de comandante de puesto accidental», una suerte de encargado-para-todo de la casa cuartel. «El sargento está de baja psicológica y me toca a mí estar todo el día con el móvil en el bolsillo, 24 horas al día los 365 días al año».

También Carlos ha estado de baja psicológica. Como tantos otros. En los últimos 10 años, se han producido 17.000 en la Guardia Civil, una institución que cuenta con 70.000 agentes. «Me dio por la tensión que sufría, por la vida imposible que me daba un cabo que ya no está, por el miedo que sentía hacia él, empezó a dolerme el pecho, a no dormir, soñaba todas las noches con este cabo, el cual me ponía turnos de vigilancia de modo que estaba tres días casi sin dormir y sin ver a mi familia».

Carlos se acelera al relatar las, a su juicio, injusticias que sufre por el hecho de ser guardia civil. «Hace un mes estuve 24 horas sin dormir por quedarme con un detenido. Me pareció bien. Es mi trabajo. Un mando me felicitó. Y yo, orgulloso. Una semana después, ese mismo mando me ve en la habitación en la que atendemos al público y nota que me falta el botón del medio de la guerrera. Pues me cursó una reprensión por escrito por falta de uniforme. ¡El mismo que me había felicitado! y esa represión es una sanción leve que me impide, por un tiempo, hacer cursos, por ejemplo».

Y añade: «Es verdad que me faltaba un botón, pero también lo es que tuve el mismo jersey durante 12 años, que nunca me dieron otro, que sólo tengo un uniforme de bonito, dos de patrulla y uno de verano. Y que las botas para patrullar por el campo las hemos tenido que comprar nosotros porque con las que teníamos nos moríamos de frío, y que cualquier día un mando atravesado dice que no son las reglamentarias y nos las quita». Y añade: «Sólo hay un chaleco antibalas para todos y nadie lo ha lavado ni desinfectado en 15 años porque no hay sustituto».

El Gobierno ya ha aprobado un anteproyecto de ley que reformará el régimen disciplinario de la Guardia Civil. A pesar de esto, los agentes que se manifestaron el 21 de enero en Madrid se sienten «engañados» debido a que este reglamento no entrará en vigor antes de que termine la actual legislatura, tal y como, aseguran, les prometió el PSOE.

En el cuartel en el que trabaja Carlos hay una docena de agentes. Las armas se guardan en un armario sin llave, protegidas, cada una, con un candadito del tamaño de una chapa de cerveza. «Si yo fuera a casa de un cazador y me mostrara un armero con tan pocas medidas de seguridad, debería ponerle una multa. Aquí no nos roban las metralletas porque Dios no quiere», se lamenta Carlos.

Muestra la casa cuartel, que tiene grietas y una caldera tan nueva como inservible: «Cuando por fin se decidieron a darnos permiso para el gasoil llevaba tantos años sin uso que se estropeó», explica.

«Hace meses todo era incluso peor, dado que el mando superior ahora es más abierto que el que había antes. Pero esto puede cambiar mañana. Aquí, al no haber sindicatos, no podemos protestar, o sólo por el conducto reglamentario, lo que no sirve. Estamos a merced del humor o de la actitud de los mandos, y eso repercute hasta en el sueldo, cosa que no ocurre en la policía».

A pesar de todo, al cerrar la puerta del cuartel, Carlos confiesa que se siente orgulloso de su profesión: «La única satisfacción es el escuchar a la gente cuando acude aquí con sus mil problemas, eso es lo que nos mantiene a nosotros».