El título va dentro, por precaución
En ocasiones pienso si estar informado no será malo para la salud, si leer periódicos no afectará al metabolismo de tal modo que poco a poco mine nuestro interior y bajemos el impulso, nos debilitemos, hasta llegar a ese grado de inanidad que se resume en la frase «a mí todo me da igual». ¿Y si se confirmara que cuanto menos sepamos de la realidad mejor para el equilibrio físico y no digamos para el mental? Porque si usted ojea un diario matutino y pasa las hojas como si tal cosa, sin que le incordie el hígado o los riñones se le agarroten, será señal de que usted es persona curtida. A lo mejor resulta cierto, y cuanto más ignorantes de lo que nos rodea más felices podemos ser. Acabo de enterarme de que la Audiencia de Barcelona no puede hacer nada con un convicto de doble violación, agresiones, condenado a un puñado de años, porque alguien se equivocó y lo puso en la calle y las víctimas se hacen cruces, pero el juzgado, firme el ademán, asegura que no pasa nada porque la ley son ellos y que el criminal, con perdón, cumple y hasta tiene novia, con lo cual eso aliviará mucho a quienes sufrieron por la ansiedad del fulano.
Y yo me quedo pensando -si la mañana empezó bien, por qué se tuerce- y es que al final del texto que me informa de esa curiosidad, que lamento haber leído, encuentro que esos señores magistrados fueron los mismos que declararon culpable a un obrero por exceso de celo, que el tipo estúpido, con perdón, se quedó tetrapléjico porque hizo lo que no le habían mandado por escrito los jefes, y que se joda, por gilipollas, y quizá por eso los amigos letrados de estos jueces tan campanudos les dieron un festín de homenaje, y disculpen el lenguaje porque no quiero volver a tener líos y prometo que esta vez será la última. Que no volveré a las andadas, que leeré a partir de ahora los diarios por la tarde, que me hacen menos efecto.
Las casualidades no existen, son un engaño de la imaginación para aliviarnos las penas. El mismo día que me enteré de que el señor juez del 32 de Barcelona, que me considera criminalmente responsable de haber escrito sobre el bailarín Farruquito palabras deshonrosas para su intachable conducta, me imponía una fianza de un kilo de las antiguas -seis mil euros modernos- ese mismo día, hete aquí que apareció en este diario, y en el ABC sevillano, que son los únicos que lo recogieron, la inmarcesible decisión de la Audiencia de Sevilla exigiendo la entrega del carnet de conducir a Farruquito. Confieso que un tanto perplejo seguí el curso de la noticia hasta su fuente primigenia, una nota de la agencia Europa Press donde se puede leer que la Audiencia ya puede cerrar el caso abierto a Farruquito con la devolución de su carnet de conducir, que lo consiguió al primer examen, y que todo fue un malentendido porque «paró el vehículo que conducía algunos metros después del lugar donde se produjo el suceso (el suceso supongo debe ser el ciudadano que despatarró en el paso de cebra) y que vio como varias personas se acercaban a la víctima, observando que algunas llamaban por teléfono y que por ello se marchó del lugar».
Si a esto añadimos que la información de la agencia ¡de noticias! se refiere «al juicio paralelo que viene sufriendo» el bailarín herido en su honor, tenemos un resultado curioso: la información añade infamia al crimen. Primero mata a un tipo con la saña que significa no darle auxilio, huye, miente sobre la autoría cuando ya no tiene remedio y le carga el mochuelo a un menor, que para mayor vileza es su hermanito del alma, y cuando se descubre el pastel todo fue un malentendido. La felonía ha llegado a tal punto que menudean los programas televisivos exculpatorios, con expresa complicidad del gremio periodístico que se apunta al vivo y desprecia al muerto. La primera pregunta que le han hecho a la viuda del «muerto por un malentendido» en un programa de máxima audiencia consistió en saber si no era verdad que el matrimonio estaba a punto de separarse. Esto en el lenguaje llano se llamó siempre comportarse comou n «hijo de puta» o «hideputa», según escribe Cervantes en ese Quijote al que algunos jueces abrirían diligencias.Nunca había pensado que el honor de un delincuente estuviera por encima de la dignidad de una víctima.
Lo siento, es una laguna que nunca se me ocurrió colmar pero que ahora he de afrontarla inevitablemente gracias a don Eduardo Navarro Blasco, juez de instrucción de Barcelona que me acusa de una responsabilidad criminal, por lo que me ha impuesto una fianza de seis mil euros. ¿Cómo se define el honor de un delincuente?Vayamos a casos de fuste y dejemos a vedettes del espectáculo. Los tres delincuentes más notables de nuestra reciente historia democrática yo apostaría a que son Luis Roldán, el hombre que delinquió y reiteradamente desde la dirección de la institución dedicada a la persecución por excelencia de los delincuentes, la Guardia Civil. Pero a su lado yo colocaría al juez Estevill y al eminente penalista Piqué Vidal, porque desde la judicatura y el derecho delinquieron y reiteradamente. Pues bien, yo les propongo dos acertijos.
El primero es aparentemente muy sencillo. ¿Podrían decirme quién tiene mayor categoría de delincuente, Roldán el trepador o la parejita infeliz de ilustres profesionales del derecho Estevill-Piqué Vidal? Les doy una pista, Roldán fue un sórdido personaje que cometió toda clase de desmanes económicos. Pero no hizo dos cosas: no fue capaz de meter a nadie en la cárcel para quedarse con su dinero, ni creó escuela. ¿Son ustedes conscientes de que los admirados juristas Estevill y Piqué Vidal llegaron a meter a gente en prisión, o liberarla, depende de cómo se «ajustara a derecho» para sacarles la pasta? Y por si fuera poco, ¿saben ustedes que tanto Estevill como Piqué Vidal, en su condición de prestigiosos jurisconsultos, han impartido doctrina a generaciones de profesionales del derecho?
Y he aquí que al hilo de la argumentación llegamos al meollo. Primero, ¿cómo se evalúa la torticera concepción de la Justicia de dos delincuentes como Estevill y Piqué Vidal? Segundo, ¿yo podría decir que los señores Estevill y Piqué Vidal son dos chorizos, dos canallas, dos corruptos, dos personajes despreciables, sin que un juez considerara que afecto al honor de los ciudadanos Estevill y Piqué Vidal? Y digo esto porque estoy seguro de que ningún juez me aplicaría acusación alguna por decir del señor Roldán las barbaridades que se me ocurrieran, pero ¿podría hacerlo con los delincuentes Estevill y Piqué Vidal? Digo más, y demos otro pasito en el razonamiento: socialmente los señores Estevill y Piqué Vidal lograron el hundimiento de muchas personas de seguro olvidadas -aún peregrina por juzgados, colegio de abogados y redacciones de periódico la viuda del letrado Carlos Obregón, al que llevaron literalmente a la tumba personas como Piqué Vidal, entre otros, que lograron por cierto que se le borrara del Colegio de Abogados de Barcelona ¡por afectar al buen nombre de Piqué Vidal!- ¿para cuándo una pequeña corrección, caballeros?
Aquí entramos, por fin, en el asunto de trascendencia. ¡Roldán era un impostor, pero Estevill y Piqué Vidal son profesionales! He oído hasta la saciedad hablar en otro tiempo de lo muy profesionales y el mucho derecho penal que sabían ambos instructores de la justicia en Catalunya. Yo siempre he pensado que la familia Corleone, escribiera lo que escribiera Mario Puzzo, además de gentes dentro de toda sospecha eran auténticos profesionales del negocio y las relaciones públicas. ¿O no? Me muero por saber qué es un profesional, o más exactamente, qué entiende la gente por un profesional del derecho. ¿Se puede compaginar la profesionalidad del derecho penal y la delincuencia? Posiblemente sí, hay casos.Ahí tienen uno, pero entonces sean humildes y no píen ensalzando la profesionalidad como un mérito inmarcesible. Hablando con propiedad, les aseguro que cada vez que oigo la expresión «es muy profesional» o «ajustado a derecho» me gustaría creer en dioses y tener fe para encomendarme al más allá, porque sé que en el más acá me pueden forrar a hostias.
No hay juez ni letrado que evite sentirme orgulloso de haber escrito este párrafo: «¿Cómo vamos a pedirle a la gente que denuncie las injusticias si nosotros somos incapaces de hacerlo? Dos delincuentes habituales han asesinado a un policía en la mayor de las impunidades -una dependencia de los juzgados- y reproducimos su foto con siglas, para no afectar a sus amigos, supongo, o que se querellen ´por calumnias´sus familiares. Un bailarín gitano haciendo honor a su nombre -Farruquito- atropella a un tipo en paso de cebra, lo mata, no tiene carnet de conducir, en fin, todo eso que le podría pasar a cualquiera en un mal día golfo. Pero lo que le convierte en un hijo de puta es que no sólo no lo auxilia, sino que se esconde hasta que dan con él, y entonces se inventa un culpable en la figura de su hermano menor de edad y echa la responsabilidad sobre terceros que le aconsejaron mal. Y a este lumpen impresentable, que en este caso me es indiferente que baile con los pies o con el culo, vamos nosotros y le pedimos permiso para preguntarle por el crimen, por si se enfada el muchacho, que es farruco, o su agente, que nos ha vendido la moto para que sirva en su defensa, y que entendamos su desgracia. ¡Pero qué desgracia, cabrón! La única desgracia es que ganaste lo suficiente para comprarte un BMW, que no quisiste ni gastar en una academia que te enseñara a conducir y mataste a un inocente, hasta ahí lo indigno. Pero lo que ya no tiene perdón es además no socorrerle».
Sólo un miserable es capaz de extraer tres palabras, tres -cabrón, hijo de puta y lumpen- y afirmar que se ha ofendido el honor de un delincuente con crimen de por medio. Primero, porque «cabrón» en este caso es lo menos que se puede decir coloquialmente a un canalla que niega la ayuda a su víctima. Segundo, porque su madre será una santa, no lo dudo, pero él se comportó como lo que el común considera «hijo de puta». Y tercero, porque ni el abogado, ni el presunto, ni el juez si me apuran, tienen zorra idea de qué significa el palabro lumpen desde que lo usó el viejo Engels, porque no es un adjetivo insultante sino una definición social. Por eso, mientras tenga conciencia y me dejen exponerla, me producirá cierta aprensión cada vez que oiga la expresión «muy profesional» y «ajustado a derecho». Su presunta solidez puede esconder un proceder miserable.