Columnas
La COPE y las libertades
21-12-05
Han pasado ya los tiempos en los que cualquiera te decía, en cualquier momento y circunstancia, que era un demócrata. Los demócratas no son una etnia ni un clan. La democracia es una actitud de respeto hacia los demás que no se proclama a los cuatro vientos.
Se demuestra en cada actitud pública y privada. Me molestaba la definición de demócrata porque no quería decir gran cosa, es más, podía significar que los que se proclamaban como tales no lo habían sido nunca y tenían dificultades para serlo.
Desconfío también de quien me dice que es feliz, que es poderoso, que es rico o que es bueno. Sin entrar en detalles, me suscitan leves sonrisas quienes pasan por seductores invencibles de damas guapas. Se presume de lo que no se tiene.
Ya he escrito que lo que me molesta de la COPE no es que digan lo que les venga en gana, por la mañana o por la noche, al mediodía y los fines de semana. Lo que me inquieta es que digan lo que digan desde una emisora que es propiedad principal de la Conferencia Episcopal.
Nadie va a cerrar la emisora. Ni siquiera en Catalunya donde en los últimos meses se nos ha dicho de todo. No soy partidario de ello en absoluto. Se ha insultado a personas, se ha hecho burla de instituciones, se han mofado de ciudadanos con motes ingeniosos pero hirientes. La audiencia ha crecido y la emisora es rentable económicamente. Estos son argumentos que justifican cualquier actitud.
Lo que me parece complicado es reconciliar este estilo con los valores cristianos. Y me causa perplejidad cuando los principales locutores de la emisora se presenten como los defensores de la libertad. La libertad, según los citados locutores, no tiene límites y gracias a ellos España y Catalunya podrán ser libres ante la manipulación y las mentiras de los demás.
No voy a entrar en detalles de todos conocidos. Me limito a extraer unas cuantas citas de un libro escrito por el cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, expresados en su libro “Fe, verdad y tolerancia”. Dice el hoy Pontífice, citando a Schiller, que “el hombre fue creado libre, es libre, aunque hubiera nacido en cadenas”.
Dice el Papa que la libertad democrática para los marxistas era “una libertad aparente a la que ellos prometían una libertad mejor y más radical. Su fascinación procedía precisamente de que prometía una libertad mayor y más audaz que la que se hallaba realizada en las democracias”.
Continúa el cardenal Ratzinger diciendo que la “mentira es siempre ausencia de libertad… Tan sólo la verdad hace libres” Y continúa afirmando que la “libertad humana podrá consistir únicamente en la coexistencia ordenada de las libertades”.
Los “coperos” se proclaman defensores de la libertad. Está bien. Pero si pusieran el mismo énfasis en definirse como partidarios acérrimos de la verdad, serían un poco más creíbles. Toda la libertad del mundo, toda la libertad posible, pero también toda la verdad imprescindible para emitir juicios tan categóricos.
No me imagino a Benedicto XVI disfrutando con un programa de la COPE a partir de las seis de la mañana. Un teólogo y pensador de su talla quedaría perplejo. Él, que al sentarse con los protestantes y discutir el ecumenismo, ha escrito conceptos tan bellos como el de la “diversidad reconciliada”. Nada que ver con lo que oímos cada día desde las ondas episcopales.
No es problema de libertades sino de verdades.
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Información y sensibilidad
04-01-2005
Estamos más y mejor informados, pero no estoy seguro de que seamos más sensibles. Las imágenes apocalípticas que nos han llegado de los mares del Sur con decenas de miles de personas desaparecidas y muertas en pocos minutos por unas olas gigantescas que viajaban a más de quinientos kilómetros por hora han impresionado por pocos días a la opinión pública global. Una tragedia de dimensiones desproporcionadas.
Era el día 26 de diciembre cuando turistas del mundo entero y residentes locales disfrutaban de la placidez y bondad de aquellos mares en los que no se había producido una catástrofe semejante en los últimos ochenta años. Nada hacía pensar que en media hora las olas desatarían su bravura destructiva en el hormigueo de gentes y de edificaciones de miles de kilómetros de las orillas del océano Índico en Indonesia, Sri Lanka, Tailandia, India… hasta llegar a las costas africanas de Somalia.
Una catástrofe de dimensiones cósmicas. Pero el día de Año Nuevo pudimos ver a grupos de tranquilos bañistas que tomaban refrescos bajo sombrillas en el mismo lugar en el que la misma semana se había producido una catástrofe de dimensiones cósmicas.
Visto desde muchos miles de kilómetros de distancia, choca enormemente la falta de sensibilidad, incluso de respeto por el dolor de tantos miles de familiares de las víctimas, de cuantos reanudan sus días de descanso y ocio allí donde se acaba de perpetrar una tragedia de esta magnitud. Claro que la vida sigue y los planes personales no se detienen por catástrofes que han afectado a otros.
La sociedad global dispone de tal cantidad de información, imágenes, opiniones y análisis que se llega a producir una saturación y en muchos casos un bloqueo de los sentimientos. También del recuerdo.
Es imposible que seamos sensibles a todo lo que circula por nuestras mentes bombardeadas por una formidable masa crítica de información. Cuenta Sebastià Serrano en su excelente libro Regal de la comunicació,y cito de memoria, que una persona en el siglo XIII recibía tanta información a lo largo de su vida como la que puede pasar por la cabeza de una persona de hoy en un solo día.
La información nos invade, nos conforma, nos lleva a pensar de una cierta manera, nos obliga a sepultar en el olvido muchas experiencias que somos incapaces de retener. Sí, estamos muy informados, sabemos muchas más cosas, pero corremos el peligro de desconocer lo que pasa y el alcance de las cosas que ocurren.
La cantidad y la intensidad de los estímulos pueden bloquear la sensibilidad de las personas. El que haya practicado montañismo en invierno sabe que el frío de un amanecer de vientos, hielo y nieve es el mismo si se está a diez bajo cero que a quince bajo cero. Lo único que experimenta es que los dedos de las manos o de los pies ya no se mueven. Se pierde la sensibilidad por la magnitud del frío que se encuentra en todas partes.
El impacto de las imágenes catastróficas son para el consumo de un telediario.O de dos o tres. Luego llega el olvido, porque se nos suministran nuevas tragedias con formatos dantescos nuevos, ya sea en una discoteca de Buenos Aires o en una matanza indiscriminada en Bagdad.
El mundo ha reducido las dimensiones del tiempo y del espacio en aras de una proximidad que nos hace contemplar en directo todo el mal que circula por el planeta y que las audiencias reclaman para mantener la atención de los usuarios globales.
A este paso nos vamos a instalar en la normalidad de las tragedias que afectan a los demás.
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Cafés, bares y tabernas
19-12-05
Europa está hecha en los cafés. Lo dice George Steiner en un espléndido librito “La idea de Europa”. En la conversación con una copa plantada en una mesa o con una taza de café llenando el ambiente de un olor inconfundible. Los cafés centroeuropeos, las tabernas y bares mediterráneos han conformado una civilización. La filosofía griega, el derecho romano y la religión de Israel han puesto los fundamentos.
Pero ha sido en los cafés, más que en las bibliotecas, donde se ha formado esta idea de Europa, tan frágil y a la vez tan sólida. No es la Europa de las cumbres, ni de los presupuestos, ni siquiera de los estados y las naciones. Es la Europa del humanismo que descansa en las miserias y la épica cotidiana de todos. Una Europa que es capaz de autodestruirse y de levantar edificios humanos de un valor incalculable.
En la Viena de entreguerras los cafés eran el centro de la elocuencia y del debate, de las rivalidades y de las concordias. Los que querían encontrar a Freud o Kraus sabían exactamente en qué café buscarlos y los lugares que tenían reservados.
Hace unos años mi amigo y colega González Cabezas me llevó al Procope, el café restaurante de París en el que Danton y Robespierre se encontraron por última vez y donde los padres de la Constitución americana conspiraban contra la corona británica y pergueñaban lo que sería la Carta Magna. Cuando se apagaron las luces de Europa, en agosto de 1914, el socialista Jaurès caía asesinado en un café parisino. Es en un café de Ginebra donde Lenin juega al ajedrez con Trostky. El primero moriría prematuramente y el segundo caería asesinado por el catalán Mercader en una casa de México.
Los ratos más entrañables que recuerdo de mi estancia profesional en Washington no son las salas de prensa de la Casa Blanca o los pasillos sin personalidad del Departamento de Estado. Ni la avenida de Pennsylvania o el ancho y majestuoso Mall. Muchas noches acudíamos al “Saloon”, un bar de Georgetown en el que con Rafa Ramos, Enrique Ibáñez y Ramón Vilaró dábamos rienda suelta a nuestras juveniles fantasías sobre cualquier cosa. Ramón Pedrós se dejaba caer alguna tarde y nos contaba sus experiencias rusas.
El café o el bar es la gran escuela de periodistas, escritores y políticos. Es una de las escuelas de la vida. Bouverie Street es una callejuela londinense de mala muerte en la que corresponsales, espías y columnistas de todas las procedencias y pelajes recogíamos la información para mandar nuestras historias a los diarios.
Pero las ideas se maduraban en los bares de Fleet Street, con pintas de cerveza y con botellas de vino barato. Raúl del Pozo y Julián Martínez terminaban pronto sus crónicas por escribir en lo que entonces eran diarios de tarde. Pasaban por mi despacho para avisarme de que me esperaban en el “pub” de la esquina. Al llegar una o dos horas después solía haber varias botellas vacías sobre una mesa. La conversación fluía con gran dignidad y profundidad.
De esto hace un cuarto de siglo. Y la amistad con todos esos colegas con los que compartimos tantos ratos en los cafés de Londres, Washington, Buenos Aires y Moscú perdura por encima de todo. Aunque no nos hayamos visto desde entonces.
El café Gijón en Madrid o los cafés de los modernistas catalanes, el Ateneu de Barcelona, el Zurich de la calle Pelayo, el Sandor de Francesc Macià o incluso la Oca de hoy, un tanto desvencijada, es el espacio en el que se da vida a los grandes proyectos. Incluso a las grandes desgracias. En los cafés se mata el tiempo, se conspira sobre todo, se habla de lo que no se sabe, se murmura, se ríe y se llora. Según le vaya a cada cual.
Reivindico los cafés, los bares y las tabernas como centros imprescindibles de cultura y de humanismo. Mientras haya cafés habrá diálogo, conversación y debate. Habrá vida. Claro que hay más cosas, más importantes y más trascendentes. Pero es en los cafés donde adquieren la capa imprescindible de la fragilidad humana.
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