Carrera contrarreloj
Ante el odioso chantaje al que Francia, a través de dos periodistas, está ahora también sometida, sólo cuenta la solidaridad del país, expresada por el presidente de la República, y la esperanza de que prosperen los llamamientos a la razón, si es que esta palabra tenga significado alguno para los secuestradores que ya fueron responsables del cobarde asesinato de nuestro colega italiano Enzo Baldoni.
Nuestra solidaridad se dirige en primer lugar a las familias de Christian Chesnot y Georges Malbrunot, y a nuestros colegas del diario Le Figaro y de las radios RTL y RFI. Pero no nos puede hacer olvidar la particular exposición de una profesión que, cada año, paga un duro tributo por ejercer, para el interés común, la libertad de expresión, como lo recuerda sin cesar Reporteros Sin Fronteras.
Una profesión de riesgo, un riesgo asumido: porque la prensa libre es el puesto más avanzado en la defensa del ideal democrático. Donde sea, el que quiere establecer un régimen autoritario siempre empieza por callar a la prensa. Más aún cuando se trata de grupos o movimientos que, en nombre de un islam integrista, llevan una guerra ideológica contra la democracia, como le recordaba recientemente en Le Monde el director del diario italiano La Repubblica, Ezio Mauro.
Esta guerra de un terrorismo que se vale del islam concierne, lo sabemos desde el primer día, a todas las democracias. Nadie está a salvo, ninguna diplomacia puede pretender levantar algún tipo de línea Maginot que nos protegiera mejor que nuestros vecinos españoles e italianos de la voluntad de muerte que impera desde los ataques del 11 de septiembre de 2001. Llegamos aquí al límite del antiamericanismo al que, demasiado a menudo, se resume la política exterior francesa. Aunque la movilización de Yasir Arafat y de las más altas autoridades religiosas suníes nos diferencia claramente de la diplomacia italiana, a la que esta intervención ha faltado de forma dramática.
Pero, aunque somos «el enemigo lejano», no debemos olvidar «el enemigo cercano», lo que está en juego en esta guerra son las masas musulmanas; el objetivo buscado es el control ideológico del universo musulmán para que éste, cuando está presente en París, Londres o Madrid, haga prevalecer la sharia sobre la ley.
Desde este punto de vista, la reacción de Francia, de su presidente como de los líderes de la comunidad musulmana, es doblemente saludable. Para esta última que, en todas sus corrientes, muestra a través de sus declaraciones más autorizadas que entendió el mensaje como lo que es: una amenaza para ella misma, para todos aquellos que quieren hacer vivir un islam de Francia, en Francia. Para la República, que demuestra su capacidad de superar un desacuerdo puntual -la ley sobre el velo- para evitar doblegarse ante un chantaje exterior.
Se podía, y en nuestra opinión era legítimo, criticar una política que pretende arreglar a través de la ley, como por milagro, la cuestión de la integración en la escuela. Otras vías eran posibles, dando más espacio a la pedagogía: ¿no es eso lo mínimo que se puede esperar de la escuela?
Pero ante el chantaje, sólo hay una respuesta: entre el velo y la escuela, siendo la ley lo que es, las jóvenes musulmanas deben elegir la escuela, y quitarse el velo al entrar. A la inversa, le toca a la sociedad francesa aceptarlas, fuera de la escuela, en las calles, tal como quieren reivindicarse, y entonces, si tal es su elección, con el velo. Esto no significa en absoluto renunciar a la lucha por la igualdad de los géneros y contra la opresión de las mujeres, pero esta lucha, una lucha de ideas, no pasa por la represión.
También sabemos -y no necesitábamos pasar por este angustioso episodio para recordárnoslo- que el problema central de la sociedad francesa es la integración. Estamos metidos en una especie de carrera contrarreloj que nos exige favorecer a la generación que será la de la sedentarización -diríamos en Francia de la laicización- del islam en Europa: es, pues, urgente que haya cada vez más gente de confesión musulmana que dé vida a nuestras prácticas democráticas, estas mismas prácticas de las que los extremistas que han secuestrado a dos periodistas franceses quisieran vernos renegar.