Érase una vez La Alcarria
Es la curva Hemingway. Se la encuentra el viajero al nordeste del palacio de Ibarra, en el término de Brihuega. Una curva endiablada que el novelista norteamericano definió cuando vino a escribir sobre la batalla de Guadalajara como “la peor del mundo”. Los del IV Cuerpo de Ejército cantaban “Guadalajara no es Abisinia”. “Huimos en desbandada con un valor increíble”, se justificaban los italianos. El poeta Antonio Agraz demostró inspiración cuando se dirigió al vencido general Bergonzoli:
General de las derrotas
Si quieres tomar Trijueque
No vengas con pelotones
Hay que venir con pelotas
Ernesto Hemingway era amigo de las hipérboles: una tarde de corrida definió a Bilbao como la ciudad más calurosa del mundo. “Brihuega”, escribió el Nobel, “tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia militar del mundo”.
Por la carretera Hemingway pasan las cosechadoras, cada vez más grandes, con televisión, aire acondicionado y sus dientes metálicos de tiburón. En esa batalla los italianos del Corpo Truppe Volontaire oyeron “A la bayoneta” y lo que entendieron fue “a la camioneta”. Muchos de ellos se escondieron en las tinajas de vino. Otros cayeron, 6.500 bajas por la gloria del Duce y del general Roatta. “Ríos de sangre, oiga usted, ríos de sangre”, te cuentan los que lo vieron. “Los bosques de encinas muy cerca del brusco recodo de la carretera de Brihuega todavía están llenos de muertos italianos que no han sido recogidos por los sepultureros”.
Aún se encuentran en campos y trincheras guerreras, cuchillos, bombas, espoletas, insignias, condecoraciones, fotos de la novia Gina, de 20 años, Palermo, en podridos macutos, reliquias de una victoria que no supieron aprovechar los republicanos.
Junto a la curva Hemingway es frecuente darse de morros con piaras de jabalíes que atraviesan el badén y se pierden entre robles, aligustres y carrascas a cuya sombra reposó Hemingway, el guerrero, y bebió de la bota de vino que le tendían los de Líster.
El viaje de los corresponsales desde Madrid a Torija o Brihuega, reconquistada por los republicanos, era frecuente. Los Dos Pasos, Hemingway, Saint-Exupery, Mathews del New York Times, Martha Gellhorn, major corresponsal de guerra que el que luego sería su marido, el premio Nobel de 1954, se venían hasta aquí para respirar pólvora vencedora, la primera victoria contra el fascismo. Vino también Errol Flynn para fotografiarse junto al palacio de Ibarra en el sotobosque, pero nunca lo hizo en compañía de Hemingway: este odiaba al actor australiano con toda su alma apasionada. Tras la photo oportunity los corresponsales volvieron al Florida para escuchar una y otra vez el disco rayado que quedó sobre el gramófono, música de Chopin.
La guerra terminó y la represión cayó como una cuchilla. A veces te preguntas si la guerra civil, con su reguero de represalias y ajustes de cuentas, habrá terminado de verdad.
La tierra del viaje
Esta ruta de La Alcarria está constelada de calles o plazas dedicadas al Cela andarín de mediados de los 40. Mochila, botas cómodas, cuaderno de campo con tapas de hule del que llenó veinte páginas, mapa Michelín y flores prensadas. Amapolas, centáureas, romero, caléndulas.
Aún queda algún superviviente de los que retrató a su paso, pero todavía nos hablan de Estanislao de Kotska Rodríguez, apodado El Mierda, o del brihuego Julio Vacas, alias Portillo pequeñazo y tuerto. El de la “parsimonia reflexiva” que vendía caramelos y cacahuetes a la puerta del autobús de Flora Villa. Los alcaldes de Trillo y Pastrana le pagaron a Cela la fonda, y el de Budia metió en chirona al barbudo sospechoso de no se sabe qué crímenes. Los viajeros de hoy recorren el camino de 1946 con el libro de Cela o la guía de Marquina bajo el brazo. “Yo amo todo lo que recuerdo: la fuente rumorosa o el regatillo seco; la mano que me dio de comer y aquellos ojos que me miraron, quien sabe su con ira, un día ya casi lejano… el tibio brazo que me abrazó y el brazo férreo e inhóspito que me encerró por no tener papeles, ni oficio, ni beneficio”.
La Alcarria es una tierra a la que la gente hoy sí le da la gana de ir, pero faltan los niños, tan presentes en su libro del viaje, que meaban “gloriosamente, desafiadoramente”. Faltan también las ancianas que hacían “media” a las puertas de las casas, las lavanderas, faltan los arrieros, las posaderas como Eloisa Corral, la dueña de La Favorita de Pastrana o los burros a los que tanto amó el vagabundo, “burros de ojos tristes y meditabundos”. Gorrión el viejo burro que acompaña a un curtido labrador camino de Cifuentes, como recuerda Pedro Aguilar, va siempre delante de su amo y lleva en la albarda cosido un papel que dice: “Cógeme, que mi amo ha muerto”, para cuando llegue la hora. Todas las horas hieren, la última mata, del reloj de Baroja que Camilo citó al recibir su premio en Estocolmo.
Tiempo pasado
El éxodo y la despoblación se llevaron a los padres a la gran ciudad, los Arbeteta, Felipe el Sastre, etc. En los románticos jardines de Brihuega ya nadie muere “de amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia”. Nicolás, tan trabajador y tan pulcro, gobierna sobre las flores y plantas. El alcalde briocense Jaime Leceta lucha por convertir la fábrica de Paños y el jardín barroco en Parador Nacional.
En Hita se escucha la voz del arcipreste: “Por arte juran muchos, por arte son perjuros”. En Cifuentes aparece un atildado Luis Cernuda retratado junto al castillo. En la capital resuena la voz de Buero Vallejo, la de Clarín que vivió allí, en su farmacia de Almonacid de Zorita, la voz de León Felipe, en Humanes, la voz de Ramón de Garciasol. Quedan José Luis Sampedro, autor de El río que nos lleva, la vida de los gancheros del Alto Tajo, Miguel Picazo, Ramón Hernández, Andrés Berlanga, Jaime de Armiñán y Elena en Almiruete, Josepe Suárez de Puga en Pastrana, Toya Velasco o García Marquina en El Cañal, Clara Sánchez en Galápagos. Muchos de ellos acompañantes en esta aventura hermosa y lunática de “SIGLO XXI de Guadalajara y el Corredor del Henares”.
Tierra pobre y hermosa
Unamuno pedía que no se confundiese “lo que parece triste con lo feo”. Ortega y Gasset, que se estrenó como torero por estas tierras, alabó el cerro de Jadraque y el castillo del Cid. Ningún paisaje es feo, escribe Unamuno, ni siquiera estas tierras guadalajareñas, “desoladas, saháricas, pero muy hermosas, las tierras trágicas de hacia Sigüenza”.
Lo vertical y lo horizontal, la tierra con cien “veres”: la Alcarria , la Campiña, la Sierra, la Paramera Molinesa. Pío Baroja, tan previsor, tan asustado por el futuro, se compró en Tendilla un olivar para aprovisionar a la familia de aceite. Los más viejos de la localidad nos cuentan que el novelista vasco nunca estuvo allí, en Tendilla, porque al final de su vida se amarró a la mesa camilla, hasta donde Cela le llevaba como regalo de cumpleaños tartas rebosantes de chantilly. Cuenta don Pío en La nave de los locos, por medio de la voz del arriero:
Carlistas, de Molina
Los de Sigüenza valientes
Bonitas las de Brihuega
Al dirigirnos hacia Trillo, una vez dejado el convento de los Hare Krishnas hacemos un alto en el que fue monasterio cisterciense de Óvila. Quizá Hemingway no lo supiera pero sobre las ruinas puso su mirada rapaz el ciudadano Charles Foster Kane de Orson Welles. William Randolph Hearst había ganado en 1899 su guerra de Cuba contra España. Como coleccionista de arte solo le faltaba comprarla, comprar las maravillas de España. Entre sotos, roquedales, arboledas, pinares y encinares se alza lo que queda del monasterio de Santa María de Óvila. El Ciudadano Kane, al ver las fotografías sufrió el éxtasis de Stendhal, se encaprichó del monasterio cuyos restos sirven hoy de cuadra para caballos y cochera para tractores. Hearst se llevó el convento piedra a piedra a Estados Unidos.
En 1931 empezó el expolio. Desmontaron columnas, capiteles, arcos, cornisas, impostas, guarniciones, doseletes. William Randolph despreciaba todo lo que no fuera medieval, por eso los arcos renacentistas se quedaron en Trillo. Cuando llegó la orden de Madrid de parar el saqueo, ya era tarde. Las sagradas piedras cruzaban el Atlántico rumbo a San Francisco.
Le llamaron el Gargantúa de los coleccionistas. Comprar da sensación de poder, y eso, el poder, era lo que Kane buscaba. Hasta en forma de columnas y capiteles cistercienses perdidos a orillas del Tajo en la profundidad de la Alcarria.