Manu Leguineche

12 mayo 2005

Manu Leguineche: «Se nace y se muere solo. Yo siempre he sido un solitario»

EL PERIODISTA Y ESCRITOR Manu Leguineche, 57 años, ha publicado esta semana "La felicidad de la tierra" (Alfaguara), un libro a caballo entre el diario y las memorias. Son 400 páginas de vida y saberes. Miscelánea de pequeñas cosas. Por fin, doce años de inventario: el mundo de un vasco desde la Alcarria, Guadalajara, donde vive a la vuelta de tantas ciudades y tantas guerras.
La Revista (El Mundo), Núm. 205
Elena Pita

AMABLE EL JARDÍN anunciando la brisa de septiembre, calabazas y un buen vino de Francia. Amable el anfitrión, venciendo el pudor de aldeano vasco entre las gentes de esta Alcarria callada. Duerme Brihuega (Guadalajara) la resaca de las fiestas. Anoche estuvo hasta la madrugada jugando al mus, un campeonato bajo el cielo de una alameda que a poco lleva su nombre. Fueron treinta y tantas parejas en certamen, la suya quedó quinta en la clasificación. Manu Leguineche, nacido en Guernica (Vizcaya) hace 57 años, cuenta ahora los doce últimos. Y frente al campo, estrena el mundo cada mañana, como dijera el maestro Delibes.

Pregunta.- Llegó aquí deseoso de silencio, ¿de dónde venía?

Respuesta.- De un mundo espasmódico, de contar historias lejanas y exóticas, y guerras. Sentí necesidad de relatar el viaje interior. Mi hermana me había regalado un diario en 1985, un libro en blanco que significaba, como siempre en esto del periodismo, un desafío al vacío. Cuando compré el Tejar de la Mata (su otra casa, entre Cañizares y Torija), sentí la necesidad de llenar ese vacío y me puse a tomar notas. Un diario siempre me había parecido cosa de gente enfermiza o pagada de sí misma. Nunca sospeché que haría tal cosa, lo hice como disciplina interna. Venía además de un mundo ruidoso en todos los sentidos, metafórico y real: este país no es democrático con el silencio. Rehabilitan los pueblos y los entregan a los decibelios, los desacralizan. La gente necesita el ruido para sentirse importante.

P.-¿De dónde surge esa asociación que hace, ruido igual a poder?

R.- Armar ruido es una forma de poder, a más poder más cohetes: rompo el silencio, controlo sobre los demás. Este país ha avanzado en muchas cosas pero se ha perdido el sentido de la urbanidad, y necesita una campaña contra el ruido.

P.- ¿No será también que la gente teme la soledad? Pongamos por ejemplo el ruido de la televisión: el soniquete.

R.- Me recuerda a los antiguos países del Este de Europa: siempre había una música puesta, la gente tenía miedo a la soledad, y a las palabras, porque hablar es subversivo.

P.- ¿Por qué nos costará tanto admitir que el hombre es un ser solo por esencia, que el destino, las tragedias, las decisiones importantes no se pueden compartir?

R.- Todo lo que se sale de las normas establecidas (nacer, bautizarse, casarse, tener hijos) es una rareza. Aquí al principio yo llamaba la atención porque: ah, ese señor soltero. Cuando la verdad es que se nace solo y se muere solo. Yo siempre he sido un solitario, interno ya a los seis años, para mí la soledad es una forma de vida.

P.- Según una reflexión de su libro, quien se siente solo consigo mismo es un narciso egoísta, incapaz de quererse. Cualquiera le diría lo contrario.

R.- Sí, le he dado la vuelta, bueno.

P.- ¿Está justificando así su soledad?

R.- No, esas reflexiones que voy haciendo ahí no tienen afán de trascendencia. (Silencio).

P.- Aun así, estaría bien que lo explicara: se supone que el narciso es quien no aguanta la soledad a dos.

R.- Tú partes de la base de que en la pareja el éxito está asegurado, y eso casi nunca ocurre. Entonces, el que en vez de molestar al otro vivas tu vida y dejes vivir, me parece lo acertado: dejar que el otro busque a alguien que le vaya más, que sea más sociable.

P.- Cita a García Márquez, «¡qué grande el amor si no fuera por la convivencia!». ¿Nunca lo ha intentado?

R.- Hombre, he tenido parejas, de hasta cinco años; mejor no hablar. Me molestan mucho las peleas y en una convivencia son inevitables: yo no valgo para esto. La posibilidad de hacer daño a alguien o complicarle la vida no me compensa.

P.- ¿Por qué dice que los castellanos temen la generosidad amatoria de la mujer, como si no sucediera lo mismo a los chechenos o a los murcianos?

R.- Porque me circunscribo a Castilla, sin afán universal, cómo han cambiado estos pueblos, cómo ha ido entrando el progreso sin solucionar problemas tales como la basura, el ruido, la envida que también persiste. Me circunscribo a esta Alcarria y me olvido de los otros mundos que conozco.

P.- Ruidosos y obsesionados por la competencia: eso no lo olvida a la hora de escribir.

R.- He tratado de ser fiel al diario y a la recuperación tal vez anacrónica de la memoria. Hay un deseo de huir de la actualidad, que me harta, me agota; y no para buscar lo trascendente sino lo pequeño: los primores de lo vulgar, que decía Ortega sobre Azorín. Necesitaba recuperar la infancia, la concordia con el pueblo.

P.- Un elemento esencial para ello sería aprender a perder el tiempo, ¿no?

R.- Sí, perfecto: así es.

P.- Una especie de anatema frente a la recorditis que impera en este tiempo.

R.- Anatema, sí, porque creamos la sociedad del enfrentamiento, del exceso de competencia. Así se educa a los niños, que se rebelan cruzándose de brazos. Es la educación japonesa, que allí produce tantos suicidios. Yo busco un espacio natural apartado de los beneficios económicos: hemos convertido nuestras vidas en auténticas junglas. Hay que aprender a perder el tiempo, en vez de volvernos locos buscando compulsivamente algo que al final no generará más que traumas. Esos traumas serían el tener… frente al ser.

P.- ¿No le parece que olvidamos ser y vivir?

R.- Sí, sí. Hace poco regresó un amigo que había estado medio exiliado en Asia y lo que más le ha sorprendido fue que sus amigos habían conseguido tener mucho dinero y ahora sólo les preocupaban los impuestos. A los que regresan les sorprende el progreso, y eso qué es: pues que hay más coches, más carreteras, que la gente viste mejor y así. Nos rodean de autopistas y trenes de alta velocidad, pero persisten las bolsas de pobreza, las minorías marginadas. No soy un misionero ni un intelectual, pero esto es lo que observo con mi sentido común: la pobreza es un asunto primordial, los informes de Cáritas son aterradores, y aquí estamos nosotros haciendo literatura de la miseria.

P.- ¿Se le ocurre algo frente al binomio primero tener luego ser: países esclavos del consumo esclavizando a países productores del Tercer Mundo? ¿Es posible frenar el abismo?

R.- Se me ocurren muchas, todas tan… tontas. Pero hay que buscar una salida, para asuntos como el paro. Me preocupa muchísimo: a mí no me importaría pagar todos los impuestos del mundo si fueran a donde tienen que ir. Pero las jerarquías acaban con todo, hasta con el periodismo: al periodismo le sobra agua mineral y ejecutivos. Hay exceso de solemnidad y de formas, se rompe la creatividad en beneficio del control y la domesticación del individuo. Se busca poco, no se investiga, no se escuchan voces innovadoras. Y eso no es sólo un problema de los intelectuales.

P.- Las ideas ya no están de moda.

R.- No, vamos hacia un barrido de las propuestas innovadoras en favor de la domesticación del individuo, que se da por satisfecho con unas cuantas televisiones y otras dádivas.

P.- ¿Y qué hacemos?

R.-No lo sé. Vivimos en la sociedad del exceso, que se mide en toneladas de basura, y a nadie se le ocurre más que anestesiar las conciencias enviando por ahí las cosas que sobran.

P.- Dice que la caridad es de derechas.

R.- La caridad, sí, claro. Un paternalismo del «turbocapitalismo». Siempre me encontré mucho más feliz con los pobres que con los ricos, cuando estaba en la Universidad de Deusto trabajaba en un barrio obrero y aquello sonaba a escándalo. Vivía en una chabola de latas, era jefe de hormigonera y seguramente aprendí allí mucho más que en la universidad.

P.- Tal vez observando a los que no pueden consumir aprendiéramos la forma de frenar ese abismo, ¿no le parece?

R.- Podríamos aprender de los campesinos, de los viejos, pero como no tienen el uso de la palabra, son los perdedores y los marginados de siempre. Eso es también lo que uno viene buscando a los pueblos: tienen tanto que decir sobre cómo reorganizar la vida. Me interesa de los viejos la combinación del silencio y las verdades de la vida, y a eso se suma el valor de su lenguaje.

P.- Ese turbocapitalismo, esa productividad a ultranza, ¿acabará algún día con el rural autóctono?

R.- Sí, porque además esos que teóricamente vienen a buscar la salvación en el campo importan su forma de vida urbana: consumir, tirar basura. Qué hacen por conocerlo. En general no hacen sino prolongar su hedonismo urbanita.

P.- ¿Está lloviendo?

R.- Tormenta de verano, que nos hará bien. Una lluvia repentina desparrama sobre el papel la tinta de sus palabras. Es la hora del almuerzo y el ciudadano vasco emprende expedición por la Ribera del Tajuña, oculta. Visitamos los lugares de su hedonismo, que son los bares de la comarca. Los amigos de Leguineche no alternan con su celebridad, castellanos de aldea, reparten correo, conducen ambulancias, pierden el tiempo porque el tiempo a quién le cuenta aquí. El viento barriendo el calor después del aguacero, regresamos a la sombra de la higuera tardía. Ciudadano Leguineche, aldeano vasco, cubierto de pudor, continúa la charla: «Yo soy un reportero, siempre; veo, escucho, leo, reflexiono y escribo, generalmente con excesiva velocidad». Alojado entre muros que en siglos pasados albergaron sabios gramáticos, testigo ya del milenio que vendrá. Le visitan fugaces los gatos, que no quieren saber de las personas y él, que les quiere.

P.- La felicidad de la tierra. ¿Sólo es feliz la vida que está de acuerdo con su naturaleza?

R.- No como afirmación determinante. Que cada uno viva donde quiera. Yo, después de haber disfrutado de la ciudad tengo derecho a volver al campo, que es donde nací. Y lo que lamento es no haberlo hecho antes. Hay quien por comodidad no hace el esfuerzo de investigar otros ámbitos, y además, esta sociedad tan dirigida hacia la jerarquía trata de impedirlo, de obligarte a volver del paraíso. El gran reto que tiene planteado el futuro, a más de la pobreza, es que la gente sea feliz con su trabajo: hay que pensar en el hombre, no en los beneficios. Yo me rebelo.

P.- ¿Usted es feliz?

R.- Sin duda, lo he sido siempre. Lucho por serlo.

P.- ¿Le sigue importando mucho la opinión que los demás tengan de usted, Manu Leguineche?

R.- Demasiado, es una sobrecarga, un ejercicio completamente inútil. Me atrae mucho lo humano, soy cariñoso, pero tengo un atavismo juvenil muy vasco que es el sentido del ridículo. Lo decía Capote: quise agradar a todo el mundo hasta que descubrí que era imposible.

P.- ¿Y eso quiere decir que ha dejado de ser tímido?

R.- No, cada día es peor. Soy incapaz de hablar por teléfono, hasta eso me perturba. Estoy en regresión a la caverna, la que sea. A veces me da pavor relacionarme con la gente, y eso en los pueblos se me cura, tal vez por eso haya vuelto. También me sucedía con los reportajes: habitualmente me sentía mejor en el Tercer Mundo que en las grandes ciudades. Mis grandes pasiones han sido el fútbol, que llegué a jugar en segunda regional, tocar el acordeón y respirar bien.

P.- Primero fue la escritura pero necesitó el viaje para perder la vergüenza, ¿no es así?

R.- Aquello no fue más que una salida cómoda dentro del franquismo: la política internacional.

P.- Tenía apenas 18 años.

R.-Sí, con 19 en la guerra de Argelia. Pero cuando las cadenas norteamericanas empezaron a montar el circo mediático, ocupando hoteles enteros, líneas de télex: quién tiene medios para aguantar esa embestida.

P.- ¿El periodismo le curó la timidez?

R.- Inevitable. Dar la vuelta al mundo para conocerse a sí mismo. Pero han pasado 35 años de aquella primera vuelta y esto ya no funciona, todos somos turistas. Hay aún quien lo consigue, pero la mayoría es mito. La gente sabe de lo que huye, pero no lo que busca. Aunque siempre será lícito soñar.

P.- ¿Por qué dice que el periodismo está acabado?

R.- A lo mejor es que nos hemos hecho viejos y añoramos el periodismo en el que fuimos felices, menos tecnológico y aséptico, menos dominado por jefes preocupados por las cifras. Los reporteros siempre fuimos mal entendidos y envidiados por la redacción, aunque llegaras con 20 kilos de menos. Yo he sido un francotirador, sin ayuda de las agencias internacionales, juntando palabras para poder pagar la transmisión del télex. Ahora van con chófer y ¿para qué, si la CNN lo da todo en directo? A lo que íbamos, el periodismo recorta la emoción a quien la tiene, tan preocupados están por los beneficios. Los periodistas no hacemos más que escribir libros porque no estamos contentos. Estamos todos nerviosos y tristes, y el que se muestra feliz es sospechoso.

P.- Pero feliz porque cuenta historias.

R.- Sí, porque le gusta hacerlo. La falta de estímulo es la muerte del periodismo: la rutina, el seguidismo, son los grandes enemigos. Luego está lo que la tecnología ha ganado frente al hombre, y las cuentas de resultados. No puedo oponerme a la inercia de la sociedad, pero sí tengo derecho a decir que era feliz con menos medios. Yo no me reconozco en este periodismo triste; quizá me esté haciendo viejo.

P.- ¿Por qué habla de sí mismo como si fuera un viejo? ¿Es la factura de los tópicos y la utopía?

R.- No, yo soy muy juvenil, pero tal vez me engañe a mí mismo con el pasado tan cargado de cosas que tengo.

P.- Pero ¿usted cuántos años tiene?

R.- No sé.

P.- Cincuenta y tantos.

R.- Cumpliré dentro de poco 60 años.

P.- No es verdad.

R.- No, pero me encanta hacerme viejo. Aunque aún tengo muchas cosas que hacer, lo que ya no haré será ir de enviado especial para encontrarme con 4.000 tíos.

P.- ¿Cuál sería entonces su última guerra?

R.- La guerra ahora es virtual, los medios electrónicos deciden dónde se abren los frentes, que duran tres días: yo no quiero volver. Este libro me ha liberado de ellas.