Lo que más le choca a la gente que me traigo desde Barcelona a Madrid es el ambiente nocturno. La cantidad de personal que se mueve hasta altas horas de la madrugada. Esas masas de gente deambulando por la calle Huertas, o por Gran Vía, o rodeando la Cibeles en busca del último autobús. Madrid vive en la calle mientras Barcelona se refugia en las discotecas del puerto.
Madrid tiene un arraigo de noche que atrapa por igual a los borrachos de pueblo, a las putas de Montera y a los desgraciados que duermen al raso debajo de El Corte Inglés. Hay una ciudad moderna, pija, fashion. La de los bajos de Orense. Con camisas de marca y con una cara, como diría Gistau, de ir hasta el culo no precisamente de alcohol. Y luego está la ciudad de los bares, de los garitos tranquilos y cutres, del barrio con calles de nombres de escritores. Llevo tres años y medio viviendo en Madrid y todavía hay quien me pregunta por qué sigo aquí, por qué me gusta, por qué no vuelvo a mis raíces. Y, la verdad es que aunque ya no se pueda hacer botellón en Tribunal, Madrid tiene un punto de atractivo vital que me pone. Ayer cené con una madrileña que está hasta las pelotas de su ciudad, y dice que en cuanto pueda, se marcha. No es la única que piensa así. Madrid cansa, agobia. Reconozco que aún no he llegado hasta ese punto. Y que, en todo caso, casi todos coinciden en volver. Tarde o temprano. Por algo será.