«El viaje debería hacernos más humildes y servir para comprobar que no estamos solos en el mundo»
A Leguineche le gusta «que los países conserven su forma de vida y no se lancen a la occidentalización masiva». Para este vasco universalista, «viajar es un ejercicio higiénico que contribuye a que uno se conozca mejor. Un filósofo alemán dijo que el mejor camino para conocerse era dar la vuelta al mundo, pero yo añado: y para conocer a los demás». Manu Leguineche asegura que «hay que viajar libre, sereno, para ver a la persona que nos recibe, comprendiendo a los demás, mirando hacia el horizonte y, sobre todo, viajar sin la dictadura del reloj o del calendario, y riéndote de tus percances.»
Manu Leguineche es autor de innumerables libros que cuentan sus experiencias por todo el mundo. Los dos últimos son La felicidad de la tierra (Alfaguara) y Hotel Nirvana (El País-Aguilar).
¿Por qué viajamos, cuál es el resorte que nos mueve a salir de casa para ver mundo?
Esta pregunta ha merecido siempre muchísimas respuestas y todas ellas muy diversas. Algunos tienen más claro lo que dejan atrás que lo que buscan. Se sabe mejor por qué uno se va (stress, cambio de vida…) que lo que se va encontrar por ahí. Ya lo decía L. R. Stevenson «sólo necesito el cielo sobre mi cabeza y el suelo bajo mis pies». Cada persona viaja por un motivo distinto, hay quien lo hace para enviar tarjetas postales y comunicarle al vecino lo bien que le van las cosas. Pero yo creo que en general se viaja por conocer, y ahora se hace masivamente porque el viaje se ha democratizado, se ha hecho más barato… y de pronto, el mundo está a nuestro alcance. Aalgunos de quienes ya han visitado lugares exóticos (Tailandía, Seychelles…), buscan destinos de los de «vivir peligrosamente», como bajar en piragua por el Himalaya, puenting en las cataratas del Zambeze, e incluso los hay que quieren sufrir y acuden, en busca de emociones fuertes, a zonas en guerra.
Hay agencias -yo las he conocido en Hong Kong y Londres- que te envían a estos lugares peligrosos como si fueras corresponsal de guerra. Pero esto son excepciones. Yo creo que, en general, se viaja para renovarnos a nosotros mismos, para descubrir nuevas culturas, realizar un alto en este mundo abrasador y complicado, y por la necesidad de cambiar de chip que dicen ahora.
Pero hay viajeros que a todas horas se acuerdan de lo bien que estarian en casa
Lo que pasa es que algunos no son capaces de romper con lo anterior: siguen comprando compulsivamente, se quejan a todas horas de lo mal que se come. ¡Pero no pretenderás ir a 12.000 kilómetros de distancia y comer igual que en casa!. La gente no se da cuenta de que muchas veces son países muy pobres. También los hay que viajan y, a la menor oportunidad, preguntan qué ha hecho el Athletic o el Barça; en fin, no acaban de desengancharse y continúan mirándose el ombligo. El viaje debería hacer humilde a la gente y servirnos para comprobar que no estamos solos en el mundo y que todos los seres humanos tenemos muchas cosas en común.
¿Cómo ve un avezado viajero los problemas que sufre el turista común, como el overbooking y los retrasos en los vuelos o el no conseguir un hotel en primera línea de playa o con buena comida?
Muchas veces, lo que se vende es un enmascaramiento de la realidad, la solitaria playa con los cocoteros. Y cuando llegas allí, ves que todo es muy distinto. La industria del turismo juega con ese mito del paraíso perdido que todos buscamos pero nunca aparece, y acabamos topándonos con la frustrante realidad. Por otro lado, los viajes se han masificado. Hoy, todo el mundo viaja en avión, hay apreturas, sobreventa de reservas de vuelo, lo que motiva el overbooking, y, por si fuera poco, los aeropuertos y las infraestructuras de muchos países no están preparados para absorber tanto viajero. Yo tengo una máxima «si me dejo vencer por un contratiempo, el cabreo que me genera un retraso, por ejemplo, mi viaje se ha arruinado», de modo que sacrifico toda esas protestas, porque, mientras tanto, el viaje sigue y no te lo puedes cargar porque se te ha a apagado la luz en la habitación. Los países en vías de desarrollo no están a nuestro nivel económico, por lo que tenemos que cambiar la piel, como hace la serpiente, para viajar a ellos. Y buscar el placer de viajar, porque partir es vivir. Si uno quiere estar siempre enojado, que no se preocupe: la vida le va a dar muchos motivos para el enfado.
¿Permiten loa viajes organizados hacernos una idea de la realidad de un pais?
Su gran ventaja es que permiten ir a países lejanos de manera más económica. Y son una solución para quienes tienen miedo a lo desconocido o a los problemas que puedan surgir en esos países, ya que los viajes organizados te proporcionan una mayor seguridad y comodidad; muy especialmente, en los primeros viajes, cuando adquirimos un poco de soltura para movernos por el mundo. Yo soy partidario de aprovechar lo bueno de un viaje organizado y luego romper los esquemas. Por ejemplo, no acudir a esos lugares donde las excursiones están montadas para que el turista compre todos los objetos y recuerdos que se le ofrecen.
Se dice que el turismo beneficia a países con regímenes dictatoriales y que violan los derechos humanos, ¿cree que debe el viajero visitar esos países aunque su dinero pueda contribuir a perpetuar la carencia de libertades en ellos?
Es una pregunta que yo me he hecho muchas veces, y que no tiene fácil respuesta porque te provoca un dilema. El país que me gustaría volver a visitar es Birmania, todavía siento la fascinación por Oriente, que dirían los clásicos, y la Junta Militar ha abierto las puertas al turismo, pero no voy a ir porque Shu Ki, la Premio Nobel de la Paz que sufre arresto domiciliario, ha hecho llamamientos para que el turismo no ayude a la Junta. También es verdad que hay otros que opinan que el turismo contribuye a cambiar la piel de estos países porque la gente que vive en ellos palpa otras ideas y los lugareños ven como se vive en otros sitios.
Respecto de los conflictos bélicos que ha vivido y narrado en esos países del tercer mundo, ¿debe el periodista involucrarse, posicionarse ante el problema tan complejo que representan las guerras?
Es también una vieja discusión. Hay quienes creen que es mejor tomar partido porque te involucras más y escribes con más pasión, pero esta es una forma de desinformar a los lectores. Recuerdo lo que me dijo el fundador del diario francés Le Monde «la objetividad es imposible, pero hay una cosa sagrada, jugar limpio con el lector». Cuando estábamos en Camboya algunos periodistas entusiasmados con los Kemeres Rojos, porque era una manera de hacer la revolución que iba a transformar el mundo, se pusieron de su parte. Luego se supo que los seguidores de Pol Pot eliminaron a dos de los siete millones de habitantes de Camboya, uno de los mayores genocidios del mundo. El corresponsal de guerra ha de mostrarse siempre muy cauto, y los comentarios pueden ser libres pero los hechos son sagrados. Lógicamente, en casos flagrantes de violaciones de derechos humanos o torturas, lo tienes que denunciar, aunque pueda pasar como en Irán, país en el que los torturados se convirtieron en torturadores. En una guerra, ya lo dijo un senador norteamericano en 1917, la primera víctima es la verdad. En Kosovo lo hemos visto, la OTAN buscó a gente lista para que diera su versión de los hechos y nos intoxicara con su verdad. Ahora estamos viendo que esos hechos no sucedieron tal como nos fueron contados.
¿Se acaba por saber lo que ha ocurrido en estos conflictos bélicos, o grandes partes de la verdad quedan oscurecidos y pasan a engrosar los misterios insondables de la historia?
Cuando finalizan las guerras, hay tiempo para investigar y contrastar los datos, además los protagonistas acaban contando lo que ocurrió porque tienen remordimientos o porque ya ha pasado todo y pueden hablar con claridad. Se publican libros, documentales y reportajes, que ayudan a que la opinión pública sepa, más o menos, lo que sucedió, aunque siempre quedará oculta una parte importante de la verdad .
La información de guerra y la vida de los corresponsales destinados en conflictos bélicos ¿ha cambiado mucho desde que Manu Leguineche enviaba las crónicas desde Saigón (Vietnam)?
Sí, ha cambiado mucho. La Guerra del Golfo se retransmitía en directo y la realidad del conflicto se convirtió en virtual. Ahora, los generales se meten en un túnel, aprietan en una pantalla un botón y cambian el curso de la historia. Todo eso se televisa en directo, con lo que el trabajo del corresponsal romántico y bohemio de mi época pertenece ya al pasado. La propia dinámica de los ejércitos y de los servicios de relaciones públicas de los países llevan el agua a su molino, censurando las informaciones que no les convienen. Eso, en Vietnam no se daba. Durante esa guerra, la más larga del siglo, los norteamericanos nos dejaban total libertad de movimientos y podías ir a comprobar como se había arrasado una aldea de campesinos, así que los telediarios se llenaron de imágenes en las que la sangre salpicaba las pantallas. Los norteamericanos aprendieron la lección y a partir de la invasión de Granada (Caribe) se impuso la censura sobre los corresponsales de guerra. Y que conste que la opinión pública acepta que exista esa censura, porque el interés de Estado prima sobre el de la información: por ejemplo, prefieren no saber lo que ocurre si ello ha de significar que el enemigo se entere de lo que no conviene o interprete positivamente cualquier hecho bélico.
Tras las vicisitudes bélicas de varias décadas, llega el descanso, ¿qué tal sienta abandonar las posiciones drusas en Líbano y contemplar la vida de las abejas en la Alcarria?
En los frentes, ahora está todo masificado. Durante la guerra de Kosovo podía haber en Pristina cerca de tres mil periodistas. Eso ya casi no me interesa ni me divierte, por eso me vine al campo. Ahora me gusta analizar los acontecimientos con más tiempo y con la perspectiva de uno que ya ha estado allí. Yo soy un aldeano de Belendiz (Gernika), al que le encanta esta tranquilidad y su relación con lo rural. El campo libera y acerca a las personas. Es la felicidad de la tierra.