La invasión de Iraq quizá no haya sido “la guerra mejor contada de la historia”. Caben serias dudas sobre ello. Pero desde luego ha sido la mejor cubierta por los medios españoles. Tal vez porque en España se vivió como un asunto interno.

Corresponsales de guerra: de la paloma a internet

Felipe Sahagún es periodista y profesor titular de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense
APM, Martes, 1 de febrero de 2005
Por Felipe Sahagún

El 27 de agosto de 1792 el Times de Londres publicaba el siguiente anuncio: “Se busca urgentemente caballero capaz de traducir el idioma francés. Para evitar problemas, debe dominar a la perfección el idioma inglés, tener algún conocimiento del estado político de Europa y ser muy eficaz en el desempeño de su labor. Su trabajo será permanente y le ocupará buena parte de su atención. Por él recibirá un buen salario. Las solicitudes pueden hacerse llegar a la oficina de este periódico entre las cinco y las seis horas de esta tarde o entre las once y las doce de la mañana de mañana”.

Así comenzaba el Times a reclutar redactores para su sección de extranjero cuando la Revolución Francesa empezaba a sangrar los recursos de todos los periódicos londinenses. Hacía sólo siete años que John Walter I, un emprendedor comerciante de carbón, había fundado el periódico de más solera del Reino Unido y ya empezaba a quejarse del elevado costo de los corresponsales extranjeros.

Para el Times de finales del siglo XVIII los corresponsales eran, principalmente, agentes en los puertos a ambos lados del canal de la Mancha y colaboradores que, por medio de ellos, hacían llegar varias veces al mes a Londres sus textos desde París y Bruselas.

En el anuncio encontramos ya los requisitos imprescindibles para ejer-cer bien el trabajo de corresponsal o enviado especial en el extranjero de un medio informativo. En las quejas de su propietario por las tarifas de los envíos y por las continuas interrupciones de las transmisiones en las oficinas de correos extranjeras vemos también otros dos obstáculos graves que han entorpecido históricamente la tarea del corresponsal: el precio y las dificultades técnicas.

Más de dos siglos después, ambos obstáculos se han multiplicado con el desarrollo del transporte y las comunicaciones, y con el aumento exponencial del número de corresponsales y de la competencia entre ellos, pero los obstáculos económicos y técnicos palidecen en comparación con un tercer problema, presente desde los orígenes de la información internacional, especialmente en situaciones de crisis grave o de guerra. Me refiero a la censura, a la desinformación y a la propaganda.

No conozco a ningún corresponsal o enviado especial que no haya sufrido en sus propias carnes los efectos de la censura y de la propaganda. En los regímenes autoritarios, la mayor parte de los periodistas trabajan directamente para sus gobiernos o están controlados indirectamente por ellos. Los que intentar escapar de ese control se juegan el puesto y, con frecuencia, la vida.

Ellos, no los enviados especiales y corresponsales de los medios principales de los países ricos, suelen ser los primeros en caer, víctimas de las balas, de la represión o de los secuestros.

Los que, independientemente del medio y del país para el que informan, se han esforzado en el pasado y se esfuerzan en el presente por superar estos obstáculos poniendo en peligro sus vidas, son abanderados en la lucha por la libertad y la democracia. Jared Ingersoll fue uno de los periodistas que mejor cubrieron la guerra de la independencia estadounidense en la segunda mitad del siglo XVIII.

Los llamados Hijos de la Libertad, organización radical estadounidense pionera en aquella guerra que hasta su propio nombre debía a Ingersoll, llegaron a amenazarle de muerte y a prohibirle enviar una sola carta a Inglaterra sin pasar por la censura.

La historia se ha repetido en todas las guerras y la censura se ha ido perfeccionando con el tiempo. De hecho, cada guerra se ha ido convirtiendo en banco de pruebas y aprendizaje de los censores para la guerra siguiente. Cuando William Howard Russell,casi un siglo más tarde, publicó en el Times que el Ejército británico en Crimea estaba muriéndose de abandono, enfermedades y hambre, se desató una campaña similar de revanchismo contra él y contra su diario.

Afortunadamente para Inglaterra y para la verdad, el Ejército de Su Majestad desconocía entonces la figura, no digamos ya el aparato, del censor actual y la información de Russell, vía palomas mensajeras o correo militar –ocasionalmente, algún diplomático u oficial de Estado Mayor–, llegaba sin censura alguna a la redacción de Londres. Cuando se agotaban las palomas o dejaron de ser útiles por las enormes distancias, en 1854, se recurrió al barco, al tren y al carruaje de caballos. Al poco tiempo, hizo su aparición el telégrafo y, vía Constantinopla o Viena, se podía, con suerte, transmitir la crónica.

De Russell al Golfo II El apasionante relato de las peripecias de Alfonso Rojo para lograr quedarse en Iraq y transmitir desde Bagdad en los primeros días de la Segunda Guerra del Golfo (1991), casi siglo y medio después, es como una repetición de las penurias por las que pasó el primer gran corresponsal de guerra, Russell, en Crimea. Su gran tacto y sentido del humor le permitió quedarse con las unidades británicas cuando descubrieron que no era militar.

Quienes, en las últimas guerras –del Golfo 91 a Iraq 2003, pasando por Kosovo y Afganistán–, ponen el grito en el cielo por la falta de datos sobre lo que sucede realmente en el campo de batalla, deberían leer la crónica de Russell sobre la batalla de los británicos con los rusos en el río Alma el 20 de septiembre de 1854: ni una noticia sobre víctimas, ni un dato sobre el movimiento de fuerzas, tan sólo, ¡ahí es nada!, lo que el corresponsal ve y oye.

El teléfono, el satélite, el ordenador e internet, primero por separado y hoy integrados para poder informar en directo desde cualquier punto, haya o no conexión eléctrica, explican que las crónicas de Russell tardaran 10 días en llegar a sus lectores, mientras las crónicas de los, aproximadamente, 50 españoles que cubrieron la invasión de Iraq en 2003, lo hicieron en directo, en segundos, en minutos o, en las circunstancias más difíciles, en horas.

Esa es la gran diferencia entre la información de guerra del siglo XIX y a comienzos del siglo XXI. La forma de trabajar y de buscarse la vida han variado muy poco. El cambio radical comienza en el momento de transmitir.

La tecnología ha puesto en nuestras manos un arma para informar más rápido y mejor, pero el uso que se está haciendo de ella empobrece muchas veces, en vez de enriquecer, la información y las murallas que levantan los gobiernos y los ejércitosno sólo no se han reducido sino que se han multiplicado, pulido y reforzado.

“Hubo un tiempo en el que los corresponsales extranjeros hablaban el idioma y conocían la historia del país al que eran enviados”, escribe Marvin Kalb en The Media and Foreign Policy. “Eran verdaderos académicos en gabardina.

Sus crónicas, elaboradas y documentadas cuidadosamente, se transmitían por cable o teléfono a través de líneas defectuosas y luego alguien en la redacción las repicaba. Había tiempo para revisar y cambiar frases o ideas. Todo eso se acabó.

Las comunicaciones son instantáneas. Al corresponsal, como al diplomático, se le niega la labor de reflexionar. Ambos forman parte del nuevo circuito global de la información”.

En otra misión especial de Russell, su primera como corresponsal para cubrir el juicio del irlandés Daniel O’Connell, el liberador de Dublín, en 1843, encontramos otras dos lecciones fundamentales en el trabajo del corresponsal de guerra: para llegar antes a tus lectores, oyentes o espectadores, no basta con recibir la información primero, hay que correr y disponer de los medios para enviarla antes que la competencia; en segundo lugar, en el mundo de la información, cuando está en juego una gran noticia, no te puedes fiar de nadie, y menos de los compañeros de la profesión.

Cuando Herbert Matthews, veterano del New York Times en la Guerra Civil española, penetró en Sierra Maestra en 1957 y llamó la atención del mundo sobre la figura de un dirigente guerrillero llamado Fidel Castro, se convirtió, para muchos de sus exaltados y ciegos compatriotas, en uno de los principales culpables de la victoria de la revolución cubana. Si la guerra del Golfo II hubiera acabado de distintas manera, con millares de muertos estadounidenses, Peter Arnett, entonces con la CNN, difícilmente se habría librado de la quema.

Si entre los muertos hubiera habido muchos españoles, dudo que Alfonso Rojo hubiese corrido mejor suerte. “Es como si el corresponsal, de forma deliberada y maliciosa, hubiera destapado un duende barbudo de una botella y de alguna manera fuera su responsabilidad atraparlo y volverlo a meter dentro”, escribe John Hohenberg en Foreign Correspondence: the great reporters and their times, sobre la experiencia de Matthews en Cuba.

Si Russell, Matthews, Arnett yRojo lograron resistir las críticas de sus enemigos se debió, sobre todo, a que contaron con el respaldo de sus medios.

“Acepto las críticas y las espero”, reconoce Arnett. “Lo que me cabrea es el insulto. Por cubrir la guerra de Vietnam como lo hicimos, a muchos de nosotros nos llamaron simpatizantes del enemigo cuando no comunistas. Por estar en Bagdad cuando estuve, me han vuelto a tildar de simpatizante, cuando no de fascista”.

No hay como dos ojos y dos oídos independientes para obtener una información mínimamente imparcial. La censura militar más estricta, perfeccionada en cada guerra, no ha logrado nunca impedir que acaben saliendo a la luz los detalles principales de una guerra cuando los corresponsales están presentes en el lugar el conflicto.

Lester Ziffren, delegado en Madrid de la agencia UPI en los años treinta del pasado siglo, lo demostró el 17 de julio de 1936 con su mensaje cifrado a Londres sobre el alzamiento de Franco en Melilla. Otro ejemplo histórico es la crónica de Keith Murdoch, padre del actual magnate australiano, sobre la expedición británica a Gallipoli en 1915.

Según cuenta Phillip Knightley en Corresponsales de guerra, gracias a él, que logró burlar la censura, se logró evitar un desastre mucho más grave. Afortunadamente para todos, la idea que tenía el doctor Paul Joseph Goebbels de la información en tiempo de guerra es muy difícil de convertir en realidad. “La política informativa es un arma de guerra”, decía. “Su objetivo es hacer la guerra y no dar información”.

En el Golfo II el Mando aliado intentó conseguirlo y en buena medida lo logró por tres vías: prohibiendo la transmisión de imágenes de víctimas; limitando el acceso de los corresponsales a las unidades militares organizando pools o grupos restringidos, vigilados y seleccionados; y magnificando la fuerza del enemigo para justificar el despliegue propio y reducir el efecto negativo de las bajas de resultar elevadas.

“Algunos dicen que la prensa es el enemigo”, reconocía un oficial del Ejército estadounidense. “En realidad es un campo de batalla y hay que ganarlo”.

En su rueda de prensa del 27 de febrero del 91, el general Norman Schwarzkopf, jefe de la operación Tormenta del Desierto, identificó dos casos en que los corresponsales habían ayudado, con su información, a sus planes militares: las crónicas sobre las maniobras para el desembarco anfibio que indujeron a los iraquíes a volcar su esfuerzo defensivo en el lugar equivocado y las noticias exageradas sobre la acumulación rápida de una enorme fuerza aliada en Arabia Saudí en agosto del 90, cuando en realidad eran tan pocas que habrían sido muy vulnerables a un ataque iraquí de haber decididoSadam Huseín avanzar contra Riad.

La censura iraquí, en aquella guerra, pasó por cuatro fases. Empezó prohibiéndose toda referencia a objetivos militares, incluyendo en ese concepto prácticamente todo lo que se tenía en pie, animado o inanimado.

A las tres semanas, cuando ya era imposible ocultar la ineficacia absoluta de la defensa antiaérea, se ordenó insistir en la destrucción sistemática del país, sobre todo los objetivos civiles, por los bombardeos enemigos. En vísperas de la ofensiva terrestre el Gobierno iraquí cuidó que no se deslizara la mínima referencia a la invasión de Kuwait o a los desastres militares.

Finalmente, en los últimos días lo único prohibido eran, según recoge Alfonso Rojo en Diario de la guerra, tres cosas: la palabra derrota, el futuro de Sadam y las rebeliones internas en el sur y en el norte del país.

Kosovo 1999

La noche de marzo de 1999 en que comenzaron los bombardeos sobre Serbia y Kosovo los paramilitares de Arkan entraron, metralleta en mano, en el hotel Hyatt, donde se alojaba la mayor parte de los corresponsales, y expulsó a unos 30 en pocas horas. La policía retiró todos los teléfonos celulares que pudo.

Los equipos de la CBS y de la NBC fueron obligados a salir del país, aunque más adelante pudieron regresar. El de la BBC logró quedarse. También el de la CNN, pero la propaganda serbia arremetió contra esta emisora como “una fábrica de mentiras” y comandos serbios hostigaron a sus profesionales durante todo el conf licto.

Más de medio millón de dólares en equipos robados o destruidos sufrió la emisora de Atlanta. Un equipo de televisión de Telemadrid fue detenido en la frontera de Macedonia y pasó varios días en un calabozo de Pristina. Bill Wheatley, de la NBC, cree que no hubo un plan razonado, claro o sistemático de represión de los corresponsales extranjeros. Massimo Calabresi, de Time, lo explica como “una lucha interna por el poder entre los funcionarios yugoslavos moderados, deseosos de facilitar el trabajo a los medios occidentales, y los radicales serbios, leales hasta la muerte a Slobodan Milosevic”.

Donde más claramente se vio esa confrontación fue en Montenegro. Pocos de los más de 100 enviados especiales de todo el mundo desplazados a la región se libraron de atra-cos, robos y amenazas, con frecuencia perpetrados por los propios militares, policías o escoltas que, supuestamente, debían defenderlos.

Era evidente que las autoridades serbias tenían una pequeña lista de nombres de periodistas elegidos para la expulsión. De acuerdo con la información que el Gobierno yugoslavo recibía a diario de las embajadas extranjeras y con el seguimiento directo que se hacía en Belgrado de los medios extranjeros, sobre todo de la televisión, la lista se fue actualizando constantemente hasta el final del conflicto.

Según la dureza o la suavidad de los artículos o crónicas, Belgrado concedía o retiraba visados. TVE, por ejemplo, solicitó visado para enviar un equipo a Belgrado, pero la Embajada yugoslava en Madrid sólo aceptaba que entrasen en Serbia Vicente Romero y Alfredo Urdaci. La cadena no aceptó la condición y se quedó sin corresponsal en Belgrado durante toda la guerra.

El único anchorman occidental que llegó a hacer su telediario en Belgrado durante parte de la guerra fue Dan Rather, de la CBS.

Mark Phillips, veterano corresponsal de guerra de la CBS, levantado de la cama a golpes a las tres y media de la madrugada del 25 de marzo en la habitación del hotel y, tras 10 horas de arresto, arrojado en la frontera de Croacia, asegura que el trato recibido por los periodistas extranjeros de las autoridades serbias fue mucho más agresivo que el recibido de las autoridades iraquíes en Bagdad durante la guerra del Golfo II.

No es ésa, sin embargo, la versión de otros. Wheatley, de la NBC, reconoce que le pedían las cintas los censores, pero que nunca le obligaron a cambiar nada. Andrew Rosenthal, jefe de Internacional del New York Times, y Garry Thatcher, jefe de Internacional del Chicago Tribune, aseguran que sus crónicas desde Belgrado nunca fueron censuradas y que pudieron moverse libremente por Serbia sin estrecha vigilancia.

Los corresponsales de agencias y periódicos se sintieron mucho menos controlados por la censura que los de radio y televisión. Es algo que se viene repitiendo en las últimas guerras.

El único periodista occidental que logró permanecer casi toda la guerra dentro de Kosovo y contarlo fue Paul Watson, de Los Angeles Times. Tras ser expulsado de Pristina y quedarse sin el coche alquilado, un coche blindado, el primer día de la guerra, Watson alquiló otro coche en Skopie, capital de Macedonia, y entró de nuevo en Kosovo.

Le volvieron a quitar el coche, pero se quedó en Pristina varias semanas. Los serbios sabían que estaba allí y que enviaba crónicas, pero no lo echaron. Llamaba pocas veces a la redacción y puede que el hecho de tener nacionalidad canadiense le ayudara.“La OTAN describió su guerra aérea contra Yugoslavia como una intervención humanitaria, como una batalla entre el bien y el mal para acabar con la limpieza étnica y devolver a los albanokosovares a sus casas”, escribió al final del conflicto. “Desde el interior de Kosovo, rara vez fue tan simple y pura. Se pareció más a quien llama a un fontanero para que le arregle una gotera y contempla cómo le inunda la casa”.

“La verdad, como sucede en la mayor parte de los conflictos, fue la primera víctima”, añadió. “Al final de la guerra, cuando esperaba celebrar mi propia supervivencia, simplemente me sentí más vacío. Muchas de las respuestas que tanto necesitaba, aunque sólo fuera por justicia y por mi salud mental, permanecían ocultas por la niebla de la guerra. No encontré ningún héroe”.

Los pocos periodistas extranjeros que permanecieron en Pristina se movieron con mucha más libertad que los que se quedaron en Belgrado. No estaban sometidos a controles policiales o militares directos y no necesitaban autorización para salir de la ciudad. La única restricción era el acceso a las llamadas zonas de operaciones, fácilmente reconocibles por las columnas de refugiados que salían de ellas.

A pesar de todas las dificultades, los principales corresponsales que cubrieron la guerra de Kosovo se sintieron infinitamente más satisfechos con su trabajo que con el que realizaron en la guerra del Golfo II. Cuando se cerraron los aeropuertos de la región, recurrieron a los ferries que unen Bari con Albania. Otros descubrieron la belleza del viaje en tren por los Balcanes. Los avances técnicos –antenas más móviles que nunca, teléfonos satélite con baterías duraderas de verdad– hicieron la diferencia.

Los SATphones, aunque todavía pesados, se convirtieron en el arma principal de los medios en los primeros días del conflicto. Permitieron a los corresponsales con portátiles, módem y antenas transmitir por satélite desde cualquier parte, por alejada e inhóspita que fuera. Lo primero que hicieron cuando recibieron el aviso de que empezaban los bombardeos fue esconder los equipos o ponerlos a buen recaudo en casa de sus traductores locales por si las moscas.

No fue el único avance. Calabresi y otros compañeros transmitieron sus crónicas por correo electrónicoen buzones de amigos repartidos por toda Europa hasta que fueron expulsados del Hyatt. Kevin Kullen, del Boston Globe, transmitió desde la zona de guerra equipado sólo con su ordenador portátil y un teléfono celular londinense. Mike Glennon, jefe de corresponsales extranjeros de Newsweek, llegó a organizar conferencias multiplex de seis corresponsales, cada uno de ellos en distintos puntos del conflicto, mediante celulares y teléfonos satélite.

Iraq 2003

El 7 de mayo de 2003, casi un mes después de la conquista de Bagdad por el Ejército estadounidense, seis corresponsales españoles que cubrieron la guerra para otros tantos medios acudieron en Madrid a un almuerzo del Club Siglo XXI para compartir sus experiencias. Mercedes Gallego, del entonces Grupo Correo, hoy Vocento, confesó que la muerte se ve distinta cuando la sufre alguien cercano y en Iraq murieron durante la guerra al menos 14 periodistas extranjeros, entre ellos dos españoles: Julio Anguita y José Couso.

Seguimos sin saber el número de muertos iraquíes. En su libro Más allá de la batalla, Mercedes Gallego calcula en unos 6.000 los civiles iraquíes que pudieron perder la vida, el doble, más o menos, que en los atentados del 11-S, con los que nadie ha podido probar que tuviera algo que ver el dictador Sadam Huseín.

“Ha sido una guerra diferente de todas las demás, la más injusta, una guerra nueva, sin precedentes, muy especial”, dijo Mónica García Prieto, de El Mundo. “Lo peor de todo es que los combatientes han convertido a los civiles y a los periodistas en objetivos”. Mónica distingue entre la muerte de Julio Anguita, un accidente, y la de Couso, un asesinato. “Hubiera sido mejor que no se hubiera declarado objetivo militar un hotel con 320 periodistas”, añade.

José Antonio Guardiola, de TVE, se declaró en desacuerdo con el titular de un artículo en El País que decía: “La guerra mejor contada de la historia”. “Todo lo contrario”, añadió. “Hubo un control excesivo de los gobiernos y de los ejércitos sobre los corresponsales.

Por primera vez se selló una frontera a los periodistas, incluso a las ONG. ¿Por qué? Para limitar el acceso a las fuentes y que primara el parte de guerra”.

Sobre los empotrados, Guardiola, que estuvo con los británicos, cree que “ha provocado una información unilateral y una ansiedad por parte de compañeros que no tenían ese acceso. Algunos cruzaron por su cuenta y lo pagaron con su vida (fue el caso del británico Terry Lloyd, de la ITN). En Iraq ha surgido una nueva figura de corresponsales de guerra: los unilaterales. Lloyd era uno de ellos”.“La fórmula de los empotrados fue interesante y peligrosa”, añadió.

En su opinión, en esta guerra hemos sido testigos de “una exhibición extraordinaria de las nuevas tecnologías, pero eso no ha mejorado la información porque, mal utilizadas, las tecnologías pueden tener justo el efecto contrario del buscado”. Carlos Hernández, de Antena 3, considera la última guerra en Iraq “una guerra histórica para el periodismo” porque, según él, “los medios estadounidenses han perdido gran parte de su credibilidad”.

Y añade: “No había independientes. Los estadounidenses estuvieron demasiado sometidos a su Gobierno. Nosotros también recibimos presiones, pero salvo la CNN, que fue expulsada, los demás medios estadounidenses se marcharon, mientras que nosotros nos quedamos… Sufrimos restricciones severísimas, pero creo que hemos logrado contar el rostro humano del conflicto”.

Para Francisco Perejil, de El País, sus vivencias en la guerra se resumen en tres estampas: el pueblo de Bagdad, gente encantadora, siempre sonriendo, muy hospitalaria; el miedo que sintió una noche que estalló un misil muy cerca del hotel donde se encontraba; y la visita al niño Alí en el hospital en medio de un tiroteo. “El misil hizo temblar el edificio y todos nos precipitamos a un antiguo gimnasio”, dijo. Allí, a oscuras, me di cuenta por primera vez de que podía morir… En el hospital, cuando se produjo el tiroteo, nos lanzamos al suelo y todo nos pareció absurdo. Al ver a Alí, un compañero me dijo: ¿y todo esto para qué? ¿de qué sirve contarlo? Quiero creer que sirve para algo”.

“Creo que ninguno disfrutamos cubriendo guerras”, declaró Jon Sistiaga, de Telecinco. “Yo me siento un poco reportero total. Creo que los reporteros de guerra son los que siguen viviendo allí cuando los demás nos vamos. La cobertura de Iraq, en mi opinión, ha sido bastante buena. Veo esta guerra como la mayoría de edad para el periodismo español. Muchos jóvenes, muchos en número, mucho donde elegir… La prensa anglosajona huyó. Christian Amanpour volvió el día que entraron los tanques estadounidenses en Bagdad”.

Mercedes Gallego cree que, por primera vez, la opinión pública no ha estado condicionada por lo que daba la CNN.

Guardiola teme que los ejércitoscada vez parecen más interesados en tapar la boca a los periodistas. “Lo vimos ya en los territorios ocupados en 2002 (Jenin) y es esencial que se nos siga viendo como observadores neutrales y no como parte del conflicto”. Carlos Hernández reconoce las limitaciones en todos los frentes, pero considera que “las reglas son las reglas y si te las saltas, te expulsan.

Cada periodista cubre una pequeña parcela de la realidad. La única forma de estar informado es uniendo varias. Es la única forma de acercarse a la verdad”.

“Poco siempre será mejor que nada”, agrega Mercedes. “Cada uno hizo lo que pudo para saltarse la censura. Con los empotrados, hubo mucha más autocensura que censura. Saltarse las normas, en las condiciones en que estábamos, habría sido un suicidio”.

Sistiaga reconoce que era muy difícil, para empezar, conseguir un visado y permanecer dentro. “Cada guerra es diferente. Habría sido un suicidio intentar acercarse a las afueras de Bagdad siquiera. Los vigilantes y los conductores no se habrían arriesgado a llevarte. Lo importante era aguantar hasta el final”.

“El régimen de Sadam es el que peores condiciones de trabajo me ha proporcionado y llevo ya unos cuantos conflictos a mis espaldas”, añadió. Para Perejil, “el régimen era verdaderamente asfixiante en todos los sentidos, verdaderamente macabro.

Tantas imágenes de Sadam, como el gran hermano. Estaba endiosado y quería mostrar su poder absoluto”. “Sí, pero era el mismo entre 1980 y 1988, y Occidente entonces le apoyó”, contestó Hernández. Roberto Montoya, jefe de Internacional de El Mundo, presente en el almuerzo, afirmó que, gracias a los corresponsales, “ha habido pluralidad de información y hemos visto los efectos de los daños colaterales, cosa muy distinta del 91”.

Lamentó que no se siguiera más en Occidente la línea informativa de Al Yazira y que se informara tan poco de la matanza del 8 de abril. ¿Un aviso?, se preguntó. “¿Alguien sabe qué pasó en Basora?”, preguntó Guardiola. “Salvo el único periodista que permaneció dentro toda la guerra, de Al Yazira, no entramos hasta tres días después de su conquista por los británicos. Esto, a mí al menos, me produjo una enorme insatisfacción”.

¿Cómo se recuperan los corresponsales cuando vuelven? Perejil: “Yo tengo sueño todo el tiempo” Guardiola: “Trato de sumergirme lo antes posible en la rutina” Mercedes: “No tengo tiempo de sentir nada, pues no he parado”. Mónica. “Personalmente, no me di cuenta mientras estaba allí. Ahora, a la vuelta, me siento profundamente orgullosa del trabajo que hizo mimedio. Nos respaldó a todos. El único obstáculo, las autoridades iraquíes… Lo más importante, para mí, es contar el sufrimiento de la gente”. ¿Cómo se sienten los iraquíes? Hernández: “La mayoría está satisfecha con la caída de Sadam, pero no acepta la ocupación y menos de los EEUU, país al que no quieren por muchas razones. Creo que no van a tolerar esta ocupación”.

Perejil: “Me parece importante decir que se debe contar lo que se ve. ¿Se debe contar también lo que no se ve? En cuanto a preguntas sin contestar, la principal es el número de víctimas, las armas de destrucción masiva, el saqueo de los tesoros nacionales… No sé si ha sido la guerra mejor contada pero ¡bendita la hora en que los EEUU decidieron meter a los empotrados!”

Guardiola: “He visto poca autocrítica en los medios estadounidenses y me parece preocupante que Fox haya ganado la batalla de las audiencias a la CNN”.

Hernández: “Los medios estadounidenses siguen muy condicionados por el 11-S. Entre la Casa Blanca y Sadam, era fácil optar. Pero los medios escritos han actuado de forma muy distinta a los audiovisuales, con mucha más libertad y capacidad de crítica”.

Mercedes: “En los EEUU se viven momentos especialmente tristes. Muchos acaban dando sólo lo que quiere la audiencia”.

Sistiaga: “Yo creo que en los EEUU ha habido un periodismo muy militante y patriótico… Vamos a tardar en volver a tener el respeto que teníamos a los medios estadounidenses. Pero mucho más frustrante fue la censura, tanto por el cierre de la frontera de Kuwait como por el trabajo en Bagdad”.

Mercedes: “Los Estados Unidos cerraron la frontera porque necesitaban saber quién estaba dónde, entre otras cosas para reducir el número de bajas entre los periodistas por fuego amigo”.

No sé si la invasión de Iraq habrá sido, como escribe Sistiaga en su libro Ninguna guerra se parece a otra, “la guerra mejor contada de la historia”. Tengo serias dudas, pero desde luego ha sido la mejor cubierta por los medios españoles. Tal vez porque en España se vivió como un asunto interno. Los medios no habrían hecho semejante esfuerzo ni las editoriales habrían publicado ya al menos siete libros de corresponsales en Iraq en sólo un año de no haberlo visto así. Los siete se pueden leer como capítulos de una misma obra que empieza y termina en el hotel Palestina de Bagdad.

En Julio Anguita Parrado: batalla sin medalla se recogen 52 de sus mejores crónicas y 37 textos de compañeros, amigos y familiares. Ninguna guerra se parece a otra es el mejor homenaje que Jon podía hacer al amigo del alma, José Couso.

Enlaces

Corresponsales de guerra: de la paloma a internet