Peregrinos de la tierra
Recorremos el Camino de Santiago desde Sarria (Lugo), junto a varios peregrinos procedentes de distintos pueblos de la provincia
Es probable que lleve razón Juan José Millás cuando escribe que “las ventajas iniciáticas del Camino están por demostrar”. No por recorrer la ruta del Apóstol Santiago uno se vuelve más tolerante, más comprensivo ni más generoso. De esta forma, el jefe miserable seguirá siéndolo después de hacer el camino; el político corrupto tres cuartos de lo mismo; y la señora que le da un abrazo al apóstol es probable que después mantenga sus vicios. Sin embargo, el camino de Santiago tiene algo que trasciende sus fronteras religiosas. Es, ante todo, una experiencia cultural y física. Una amalgama de sensaciones y, sobre todo, de rostros humanos. El contacto con la gente, con los peregrinos y con los lugareños, y con unas formas de vida que no tardarán en desaparecer. Eso es lo más importante de la ruta jacobea para todos aquellos que Dios no ha llamado por su senda.
Los peregrinos salen de la estación de trenes de Chamartín asfixiados de calor. El calendario marca 30 de julio y las temperaturas en Madrid no perdonan. En el metro, los compañeros de aventura se distinguen porque van vestidos de forma similar: camiseta ligera y pantalón corto de color caqui, botas camperas y un pañuelo o una gorra en la cabeza. A las espaldas, la mochila. En las manos, el cayado. Los peregrinos copan todas las plazas del tren que conduce a Galicia. Dentro de los vagones, el ambiente es irrespirable. Los trenes que llevan al noroeste de la península –por lo menos, los que circulan de noche- todavía mantienen una pesada carga antañona. Sobresalen por sus pasillos estrechos, sus lavabos inmundos y sus camarotes minúsculos. La comodidad brilla por su ausencia pero los viajeros no malgastan energías en protestar. Saben que mañana será un día duro. Así que, después de comer el bocata, pocos tardan en marcharse a la cama.
1ª jornada: Sarria-Portomarín
La azafata de Renfe avisa con puntualidad de la llegada al lugar de destino. El reloj da casi las seis de la madrugada. Hace fresco en Sarria, provincia de Lugo. La estación en la que se bajan casi todos los viajeros es algo antigua. El bar se llena enseguida. Después, el dueño de un pequeño hotel indica amablemente el recorrido callejero para incorporarse al Camino, que atraviesa la localidad hasta subir a un cerro desde el que la vista panorámica es hermosa, pero escasa. La niebla, tan habitual en esta zona lucense, tapa la mayoría de tejados. Es una pena porque todavía es de noche y las luces de neón de Sarria permiten otear sus calles y plazas. La iglesia de San Salvador es el primer monumento con que se topan los peregrinos. Es voluminosa y conserva una arcada en la puerta principal digna de sacar la cámara de fotos. Comienza el espectáculo paralelo al supuesto recorrido espiritual que deberían hacer todos los peregrinos.
Los peregrinos desayunan en Barbadelo. Un señor con bigote, muy amable, sirve cafés y bollos industriales en una caravana. “Pues hoy va a hacer buen día, va calentar bien…”, advierte. El cielo se va abriendo poco a poco y en cada pueblo, en cada rincón, en cada fuente (que, por cierto, hay bastantes menos de las esperadas), surgen grupos de peregrinos. Unos cuantos valencianos, compañeros de vagón en el tren, descansan plácidamente en uno de los bares del camino. Por cierto que, resulta bastante esperpéntico encontrarse en el itinerario las máquinas de bebidas, entre vacas, pueblos de pizarra y caminos de polvo. Y, sin embargo, allí están. Haciendo compañía a las piedras. Como parte del tributo al turismo.
Después de pasar por el concello de Paradela, Portomarín recibe a los peregrinos de manera espectacular. Dejan el cruce a la izquierda y atraviesan un puente enorme para salvar el río Miño. En ambos márgenes todavía se observan las huellas del viejo pueblo que, justo este verano hace cuarenta y ocho años, fue anegado por las aguas del mítico río galaico. Portomarín es pequeño, pero coqueto. La iglesia de San Nicolás, hoy de San Xoan, se la llevaron arriba para presidir la plaza Mayor, que divide una travesaña que a un lado se llama Calle de Franco y al otro Calle de Fraga Iribarne. El camarero de un bar cercano lo explica con retranca de la tierra: “es para no perder las costumbres”. Durante la comida, un grupo de peregrinos del colegio San José de Calasanz entablan una discusión con el dependiente. Éste, calvo y delgado, piensa que “los curas también han hecho mucho mal, mirad en Estados Unidos a los pederastas”. A lo que una chica, con acento andaluz, contesta: “Pero oiga, que no todos son así”. Pagan, y se van. Casi todos los peregrinos duermen en el polideportivo porque el albergue, moderno y cómodo, se queda pequeño.
2ª jornada: Portomarín-Palas de Rei
Son las seis de la mañana y el ruido hace imposible conciliar el sueño. Todos madrugan para caminar con la fresca. A esas horas la tienda del pueblo está cerrada. El día anterior, la dueña ya advirtió que abría a las siete y media.
Hoy se estrena el mes de agosto. El calor sigue apretando. Antes de llegar al ecuador del recorrido, a una señora de mediana edad le llama la atención una pegatina de Guadalajara que lleva adosada a su mochila Jorge, un chaval que sobrepasa los veinte años. Proviene de Villacadima y reside en Galve. Ella se llama Aurora. Es de Casasana, un pueblo de la Alcarria de los pantanos, pero está casada con un paisano de Valverde de los Arroyos. Enseguida hacen migas. “Yo hago el camino –explica- para que se enteren que puedo hacerlo porque me vacilaban mucho en el pueblo”. Su hermana, Maribel, apostilla: “pues yo estoy molida, prefiero hacer menos kilómetros y estar más descansada porque el peso de la mochila me mata”. Y así, mientras el sol de agosto atiza, comienzan a charlar de las fiestas de nuestros pueblos, de los danzantes, de las subidas al Ocejón y de los amigos comunes en la sierra. “Nosotros vamos mucho a Cantalojas porque tenemos bastantes conocidos, sobre todo los Arenas”, apostilla Aurora.
La charla animada hace el Camino más agradable. Y menos denso. Jorge encuentra a otro paisano. Se llama Txomin Hormaetxea y vive en Azuqueca. Es aficionado a la gaita (a veces acude a tocar al parque de la Concordia de la capital) y cuenta que hace solo el camino. Sin compañía. “Tengo algo fastidiada la rodilla porque llevo ya bastantes kilómetros”.
Por fin, después de más de seis horas andando, aparece el final de etapa. El pueblo se llama Palas de Rei y es la cuna natal del secretario de organización del PSOE, Pepe Blanco que, según lee el peregrino en el periódico, ayer cursó visita al alcalde. La cola para entrar en el albergue da la vuelta a la esquina. A los peregrinos de Guadalajara les dejan entrar, pero para dormir en la última planta, donde no hay camas. Así que, otra vez, toca extender la alfombrilla y el saco. Por la tarde, después de comer, deciden relajarse. Las duchas son algo menos tercermundistas que las de Portomarín. Y sale agua caliente, lo cual es un logro. “En Galicia los albergues son gratis. El que quiera bien, y el que no, pues que pague alojamiento”, explica un paisano de Lugo que hace el camino junto a tres amigos. Antes de dormir, todavía hay tiempo para tomar unas cervezas y probar la exquisita empanada.
3ª jornada: Palas-Melide
Como todos los días, la salida es a partir de las seis. Una hora y media después, ya no queda nadie en el albergue de Palas. Hace frío y la niebla cubre la carretera. No hay sitios para desayunar. Apenas un trago de zumo, y a correr. Es admirable contemplar el toque de diana entre los peregrinos. Abunda el silencio y el ruido de los macutos. El traqueteo parece militar. Nadie diría que todos están allí por pura voluntad. Hasta que el día se despeja, y la gente vuelve a hablar. Y a sonreír. Nunca madrugar en verano fue una buena idea. Ni para ganarse el jubileo.
Manu Leguineche explica en un artículo que “hoy, el camino está desbrozado, abierto y asfaltado pero el esfuerzo es el mismo”. Ciertamente, llama la atención la cantidad de kilómetros que discurren por carretera. Hay cruces hasta peligrosos y el camino pierde algo de encanto. Pero enseguida recupera la senda que, en la Galicia tardo franquista, se llenó de eucaliptos. Y ahí siguen, como testigos mudos de un tiempo que aquí, cerca del fin de la tierra, parece anclado.
Antes de llegar a Melide, los peregrinos encuentran cobijo en la iglesia de San Juan, en la parroquia de Furelos. Rodolfo, con poco más de veinte años, es un chico de Madrid con abuelos de Yebra y Almonacid de Zorita. Dentro de este diminuto templo, escucha atento las explicaciones del cura que, al mismo tiempo, oficia el sermón y hace de operador turístico, en una metáfora perfecta de lo que hoy es el Camino de Santiago. Se llama Javier, don Javier, y es un entendido en arte.
Ya en Melide, provincia de La Coruña, el pueblo sorprende por su vitalidad. No son núcleos pequeños, de casas de pizarra y ambiente sombrío, sino bloques de edificios con balconeras de hierro y enormes ventanales. Los peregrinos se instalan en el albergue. Hoy dormirán en cama, que no es poco vista la demanda. En este pueblo es típico el pulpo y los peregrinos, después de comprar los periódicos, no desaprovechan la ocasión. La casa más famosa que lo sirve es “Ezequiel”, en la calle de entrada al municipio. Allí está la dueña, cortando pulpo, sirviendo raciones por doquier y cobrando. ¿No está usted cansada? “Sí, sí, claro que canso, llevo desde las diez de la mañana aquí”, responde. Y son las ocho y media de la tarde.
4ª jornada: Melide-Sta. Irene
La salida del pueblo del pulpo es tranquila. El tiempo parece empeorar. Ayer, a última hora de la tarde, cayeron algunas gotas. Es día 3 de agosto y la prensa informa de varios atentados en Irak. Pero nadie se entera de nada hasta llegar a Boentes, donde sirven cafés y bollos. Dos lugareños dan los buenos días y comentan con ironía que Santiago, además de ser patrón de España, “es patrón de Boentes”. Un poco más adelante, Jorge encuentra a un chaval de Orihuela, de 16 años, que explica entre sollozos que “quería hacer el Camino por su madre, que está enferma”.
Mientras, la ruta da para mucho. Algún peregrino ilustrado recuerda que la primera de las peregrinaciones partió de Puy el año 951. “En aquel vértigo de milagros y leyendas –escriben los entendidos- se corrió la noticia de que hasta Carlomagno había tomado el camino de Compostela”. En la actualidad, todavía hay dudas sobre la figura del Apóstol, que “ni fue peregrino, ni fue un gran guerrero, ni luchó contra los moros desde su caballo blanco espada en mano. Ni vino a España ni fue soldado”. Se cae el mito, pero no la ruta. Por la tarde, después de machacarse más de 30 kilómetros, los peregrinos descansan en el albergue de Santa Irene, ya a las puertas de Santiago.
5ª jornada: Sta. Irene-Santiago
Al fin, la última etapa. El comienzo resulta duro y hasta despista, porque a las seis de la mañana no hay luz y las señales del Camino, las famosas flechas amarillas, a veces escasean. Por suerte, siempre hay alguien que lleva una linterna a mano. La llegada a Santiago se consuma a las doce y veinte minutos de mediodía. El calor aprieta. El ambiente de ciudad rompe con los esquemas del camino. Unos metros antes, los peregrinos disparan a discreción los objetivos de sus cámaras. Hay que inmortalizar el Monte do Gozo, menos espectacular de lo esperado, y el monumento levantado allí por la visita del Papa de Roma, Juan Pablo II. Paco, un peregrino valenciano que se hace amigo de los alcarreños, matiza que “lo mejor de esto es la camaradería entre peregrinos y que te sinceras con el otro porque sabes que no lo vas a ver nunca más”.
Parece mentira, pero en el mismísimo monte do gozo, en una pared de piedras, hay un cartel que pone: “Jadraque”. Y el aldeanismo paleto estalla. En Santiago, por fin, después de desbravar varias ampollas, los peregrinos llegan a la plaza del Obradoiro, radiante como el día. Los peregrinos se dan un gustazo en el almuerzo, descansan y se van a recoger la “compostela”, es decir, la acreditación que la Iglesia concede a los valientes que deciden hacer un mínimo de cien kilómetros del Camino. Por la tarde, tomando una cervecita, aparece Emiliano García-Page, consejero del Gobierno regional, junto a su familia. Y, de repente, un paisano de un pueblo cercano de Segovia, al atisbar la camiseta de Guadalajara de uno de los peregrinos, saluda y se va satisfecho. Los hombres de Dios en Santiago esperan que, “tras partir como aventureros, acaben como peregrinos”. Los de Guadalajara, por lo menos, han cumplido con el rito.