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19 noviembre 2009

SOMOS EL TIEMPO QUE NOS QUEDA

Hemingway era una fiesta

"Ni Hemingway ni su tercera esposa, Marta Gellhorn, son ajenos a España. Tampoco a Guadalajara. Pauline Pfeifeer se opuso a que su marido viajara hasta nuestro país para cubrir la Guerra Civil. Ya conocía a Marta y suponía que iba a ocurrir lo que exactamente ocurrió. La verdad es que, amoríos al margen, ambos fueron periodistas de una pieza".
El Decano de Guadalajara, 12.11.09
Raúl Conde
Marta Gellhorn y Ernest Hemingway, ambos corresponsales en la guerra de España.

Marta Gellhorn y Ernest Hemingway, ambos corresponsales en la guerra de España.

Se hizo famoso por su talento para escribir, pero también por su afición al hedonismo y su imán para atraer a las mujeres. Ernest Hemingway fue un juerguista, y puede que en el mejor sentido de la expresión. Las vísperas de sus reportajes estaban trufadas de borracheras que, pese a todo, conseguían darle un sentido eterno a sus textos. No es lo mismo escribir desde una fría habitación de hotel, sin apenas husmear entre la gente o en los mercados, que hacerlo tras permanecer varias horas acodado en la barra de un bar. El periodismo es trabajo y sacrificio, pero quizá también compartir un trago con los parroquianos a los que vas a retratar. Ya sea en el Floridita de La Habana o el Hotel Florida de Callao, en el 36, mientras encañonaban los morteros en los alrededores de Madrid.

El caso es que un hijo del escritor norteamericano acaba de publicar la reedición en Estados Unidos de París era una fiesta, que apenas aporta cambios sustanciales, salvo los que maquillan la personalidad de su madre, Pauline Pfeiffer, segunda esposa del que fue premio Nóbel. En el texto original aparece retratada como una depredadora que rompió el feliz matrimonio entre el autor de “El viejo y el mar” y Hadley Richardson. La cuarta mujer de Hemingway, Mary Welsh, perfiló el manuscrito, cambió el orden de algunos capítulos y añadió otros que el autor había descartado. Y, para colmo, agregó un apartado final sobre la ruptura del primer matrimonio. Tanto ella como el hijo que ahora ha rehecho algunos párrafos han manipulado lo que el autor quiso pergeñar antes de suicidarse en 1961. Sin embargo, a ojos de un lector español, lo más curioso es que su tercera esposa, Marta Gellhorn, no aparece envuelta en estos líos de faldas. Es “la invitada de piedra en esta polémica”, según una crónica reciente del corresponsal de La Vanguardia en Nueva York. Quizá por ello, y por su inteligencia, fuera la mujer más interesante que jamás se acercó hasta el barbudo novelista.

Ni Hemingway ni Gellhorn son ajenos a España. Tampoco a Guadalajara. Pauline Pfeifeer se opuso a que su marido viajara hasta nuestro país para cubrir la Guerra Civil. Ya conocía a Marta y suponía que iba a ocurrir lo que exactamente ocurrió. La verdad es que, amoríos al margen, ambos fueron periodistas de una pieza. Corresponsales de guerra a la antigua usanza. Escritores sagaces. Articulistas brillantes. Viajeros curiosos. Reporteros expeditivos, aunque no idiotas. El hispanista Hugh Thomas sostiene que, de la misma forma que hacia 1850 fue la gran época de los embajadores, los años treinta constituyen la edad de oro de los corresponsales en el extranjero. Así que, en marzo de 1937, anduvieron por Guadalajara algunos de los periodistas más brillantes del siglo. Gente como Saint-Exupéry, Errol Flynnn, John Dos Passos, Orwell, y así. Vinieron todos porque España fue el epicentro de un conflicto cuya trascendencia rebasaba la linde nacional. Estaba en juego el modelo ideológico y político hegemónico, la antesala de la gran guerra. Por eso, además de información, los corresponsales sirvieron propaganda a raudales. Hicieron crónicas apasionantes, pero tomando partido. Y casi todos, por el bando republicano. La propia Gellhorn, que se dejó la piel por venir a contar la guerra de España, dijo: “¡A la mierda con la objetividad, aquí lo que está en juego es el fin del fascismo!”.

Arturo Barea cuenta en La forja de un rebelde cómo presentó Hemingway a su esposa a los corresponsales que paraban en Madrid: “Ésta es Martita. Tratadla bien, que escribe para Collier’s. Una tirada de un millón…”. Era machista, y aceptó muy mal que su mujer escribiera mejor que él. El autor de “Por quién doblan las campanas” trabajó para una especie de agencia que servía a sesenta periódicos de EEUU  y cobraba 500 dólares por cada cable, de apenas 400 palabras. Se lo pasó en grande. Se convirtió en un asiduo a las fiestas a base de caviar y vodka del Cuartel General ruso. Tenía aventura, guerra y una reserva de alimentos como para ser la envidia de sus colegas. Facturó decenas de crónicas y promovió un documental titulado “Spanish earth” (“Tierra española”), junto a Dos Passos, otro clásico del realismo norteamericano. Tras la victoria republicana sobre los legionarios que había enviado Mussolini a La Alcarria, sentenció: “Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia militar del mundo”. Siempre amigo de las hipérboles, exageraba igual en sus artículos que tomando copas en Chicote. Tenía una personalidad poliédrica, variopinta, con cambios de humor bruscos y un sentido abrupto de la vida que luego trasladaba al papel. Líster, en su libro Nuestra guerra, recuerda que conoció a Hemingway en la batalla de Guadalajara: “Era un hombre que quería verlo todo y que, al no permitírselo, se enfurruñaba como un chico al que le privan de un juguete”.

La vinculación del novelista estadounidense con Guadalajara fue tal que la curva principal de la carretera que conduce a Brihuega, justo antes de descender al pueblo, fue rebautizada con su nombre. Hemingway, entonces, la llamó la peor curva del mundo. Otro ditirambo. El caso es que, tanto él como la Gellhorn, visitaron el campo de batalla, hablaron con los generales y los militares republicanos, estudiaron el territorio y los mapas y palparon el terreno de primera mano en pueblos como Brihuega, Torija, Utande o Trijueque. Ambos engordaron el mito de la derrota fascista en Guadalajara. Ambos alimentaron el periodismo literario gracias, entres otros lances, a la resignación de la segunda esposa de Hemingway. La misma que ahora pretenden restaurar sus descendientes. La misma que no pudo impedir el viaje a España de dos corresponsales que marcaron época.

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