Hoy como ayer…
Una vez escuché al que fuera director de El País, Joaquín Estefanía, que el periodista se define en negativo, “no es sino la suma de lo que no es”. No es novelista, sociólogo, historiador, escritor, político, economista, etc… Creo que llevaba razón. Esto de ser lo que no se acaba de ser, crea una cierta insatisfacción. De manera que puede decirse que las redacciones de los periódicos están llenas de personas insatisfechas. Profesionales que no son felices en su trabajo porque éste se ha convertido, o ellos mismos lo han convertido, en rutinario. Jóvenes dispuestos a cambiar el mundo, que esperaban que el periodismo activo fuese más parecido a lo que se ve en las películas, un universo lleno de viajes, glamour y ligues fáciles, y se encuentran de bruces con la cruda realidad, bastante menos divertida. Escritores frustrados que sufren ataques de ansiedad porque no pueden disponer de los minutos necesarios para encontrar el adjetivo perfecto porque se acerca la hora de cierre. “Funcionarios de espíritu” que al meterse en la vorágine de un diario se dan cuenta de que han equivocado su vocación porque el periodista sabe cuándo entra pero es difícil que sepa cuándo va a salir de la redacción o cuándo va a volver de rastrear una noticia y de hacer acopio de la información necesaria para que la crónica que aparezca publicada al día siguiente sea la mejor de todas cuantas se editen ese día. Aunque también, en las redacciones hay auténticos profesionales apasionados por su trabajo que no entienden su vida sin el periodismo y para quienes enfrentarse día a día con la obligación de contar lo que pasa a su alrededor es la mejor manera de sentirse realizados como seres humanos.
Últimamente, sobre todo en Guadalajara, se escucha a menudo una frase: “Ya no hay periodistas de raza”. Es una derivación “del periodismo ha muerto” procedente del desencanto de quienes vivieron una forma de trabajar, casi siempre en su juventud, que no se corresponde con los parámetros actuales. Hoy no se hace el mismo periodismo que se hacía hace 25 años, porque sería imposible hacerlo. No se dan los condicionantes sociológicos ni tecnológicos que se daban entonces. El lector es diferente, quiere otras cosas. Sobre todo en prensa escrita, cuando llega a sus manos un diario, las noticias ya las ha escuchado en radio o televisión, e internet le ha facilitado un sinfín de datos complementarios. Todo ello obliga al redactor a trabajar más en profundidad cada una de las noticias y buscar puntos de vista diferentes. El lector y por tanto el director, es más exigente con el periodista y éste debe serlo consigo mismo.
Las redacciones de los periódicos también han cambiado, y aunque no son todas iguales, en tanto en cuanto están formadas por sujetos y no sólo por objetos, se respira un ambiente distinto. El humo y el alcohol que se masticaba en las viejas redacciones ha pasado a mejor vida, como el ruido de los teletipos o el teclear de las máquinas de escribir. Los jóvenes periodistas apenas fuman, las mujeres, más inquietas y perspicaces, se han apoderado de las redacciones y los ordenadores han enfriado el ambiente. La calle, primer e imprescindible fuente de información para cualquier periodista que se precie, ha sido sustituida por el teléfono y la navegación electrónica. Hay tal universo de información al alcance de la mano, sin moverse de la silla, que el que sale es para asistir a una rueda de prensa, que también se multiplican por diez con respecto a las que se ofrecían hace 25 años. Cubrir las páginas de información de una manera digna, no decimos idónea, puede hacerlo hoy un redactor desde la butaca, cosa que antes era impensable. Lo que ocurre es que esta información no es fresca, carece de los matices que le da la calle y el contacto directo con los personajes, además de que es mucho más fácil de manipular y dirigir, y por supuesto es monocorde. Difícilmente dará una exclusiva o contará algo diferente a los demás diarios alguien que no ha sido capaz de crearse una red de informadores que le cuenten en la barra de un bar, las novedades sobre tal o cual asunto. Un suceso nunca podrá ser igual de rico en matices para un lector, contado por alguien que se ha lanzado corriendo al lugar de los hechos, que por otro periodista que se ha limitado a tomar la nota de la Subdelegación del Gobierno y, con dos llamadas al jefe de bomberos, de la policía y a algunos vecinos, ha escrito la página. Sin embargo, ¿qué podrá contar el redactor al día siguiente que no hayan contado ya todas las cadenas de radio y la televisión, con el valor añadido de la inmediatez y de las imágenes en directo de lo que ha pasado?
Siempre hay algo nuevo, y si no fuera así, el periodismo escrito sí que estaría muerto. Una historia paralela, una composición global de la situación, una recapitulación de hechos similares que la prensa escrita puede permitirse y que la radio y la televisión no pueden ofrecer por falta de tiempo, algo que le dé un valor añadido a la información, aunque sea al día siguiente, ahí es donde debe trabajar el redactor. No es fácil, hay que tener raza, instinto periodístico, porque lo sencillo es hacerlo desde la redacción, pero es lo que dará valor añadido al trabajo. Ésta es tal vez una de las asignaturas pendientes de los redactores jóvenes de hoy y una de las virtudes que echan en falta los viejos gladiadores (hoy, la mayoría, al otro lado de la trinchera, cobrando buenos sueldos y viendo los toros desde la barrera). Ellos no tenían más remedio que salir a la calle si querían contar algo diferente, no había otra posibilidad, pero ¿cuántos lo habrían hecho si hubiesen contado con los medios que se tienen hoy? En la mayoría de los casos, la raza que se les pide a los más jóvenes se la deberían haber exigido a ellos mismos para no abandonar el barco tan pronto.
El día a día en un diario es muy subjetivo, tanto como el enfoque que cada periodista le da a una misma noticia (aquello que contaba Savater que le escuchó al poeta José Bergamín: “Si hubiera nacido objeto sería objetivo, pero como he nacido sujeto soy subjetivo”). Cada jornada es diferente a la anterior, aunque podría decirse que en todas ellas se viven un cúmulo de historias personales, entremezcladas con un ir y venir en busca de la noticia, bajo la amenaza continua del reloj, de la hora de cierre, que siempre es inflexible e inhumana. Como el producto final es homogéneo y cerrado, un todo en el que deben encajar las diferentes piezas (los artículos), que son como hijos para sus creadores, es lógico que mientras se compone el puzzle surjan tensiones entre los actores de esta película, y entre las secciones (el periodista de hoy es cada vez menos solitario y enseguida se identifica con un grupo que suele coincidir, no siempre, con la sección para la que trabaja), sobre todo cuando pertenecen a universos tan opuestos como lo son el caótico del redactor, el perfeccionista del fotógrafo o el tecnológico y frío del maquetador. Sin contar con las continuas exigencias de los padres del maná de los periódicos de hoy, los comerciales, cuya palabra suele ser palabra de Dios. La tarea del equipo directivo, redactores jefe, subdirectores y director, es lograr que el engranaje chirríe lo menos posible y que al final se consiga el producto deseado con el menor número de tensiones.
En Guadalajara no hay tradición de diarios. Hasta bien entrada la década de los setenta no hubo algunos intentos, que apenas se extendieron en el tiempo y no terminaron de consolidarse. Es más, lo profesionales que formaron parte de aquella aventura, o bien se marcharon fuera de Guadalajara a ejercer su profesión, cambiaron de oficio o entraron a formar parte de gabinetes de prensa. Todo lo que ellos aprendieron acabó diluyéndose, no crearon una escuela. Hasta los primeros años del siglo XXI, en que se consolidan los diarios de ámbito regional, procedentes de otras provincias con ediciones locales en Guadalajara, y se convierte en diario el bisemanario más arraigado en la provincia, no puede hablarse de un esfuerzo empresarial y profesional por crear en la sociedad un hábito de prensa diaria. Intento todavía endeble y apenas nonato al que le queda mucho camino por recorrer. Hay provincias que nos sacan más de un siglo de adelanto. Tanto los empresarios y los periodistas, que son quienes hacen posible el producto, como los agentes sociales (verdaderos actores de las historias que se cuentan en un diario), y los lectores, a quienes va dirigido el periódico, están siendo protagonistas de una nueva experiencia que, es cierto, tuvo su antecedente 25 años atrás, pero que hoy se desarrolla en una realidad totalmente distinta. La sociedad de Guadalajara de 2005 no se parece en casi nada a la de finales de los años setenta. Entonces en España había un ansia generalizada por saber, después de cuarenta años tristes y grises. Para el periodista y para el empresario todo estaba por descubrir, lanzarse a un proyecto periodístico era una aventura (hoy sigue siéndolo por otros motivos) cargada de entusiasmo dentro de una sociedad inquieta. Nunca se han vendido y editado más periódicos y revistas en nuestro país que en los años de la transición. Los agentes sociales estaban deseosos de contar lo que vivían, todos querían ser protagonistas, había un afán desatado porque se supieran las cosas. Los partidos políticos y las instituciones no eran organismos perfectamente articulados e impermeables como son ahora. Los gabinetes de prensa, si los había, no controlaban ni capitalizaban la práctica totalidad de la información. Es más, los gabinetes empezaron a convertirse en los principales “enemigos” de los informadores cuando entraron a formar parte de ellos los periodistas que habían trabajado al otro lado de la trinchera. Conocían el oficio y sabían cómo y cuándo debían lanzar la noticia o callarla o distorsionarla para conseguir el efecto adecuado y más beneficioso para la empresa que les pagaba. Ahí tenemos otro de los escollos que deben superar hoy los jóvenes redactores. Saber leer entre líneas las notas de prensa procedentes de los gabinetes (como sus antecesores hacían con las notas franquistas), cuestionarlas por sistema y dirigir sus esfuerzos al epicentro de la noticia, algo que no es fácil cuando las presiones de los partidos políticos o de los responsables de la administración utilizan todas las armas a su alcance, casi siempre ajenas al redactor, para evitar que eso sea posible y usan para ello a quienes mejor conocen el percal, los viejos periodistas que hoy trabajan a sus órdenes.
A los periodistas de las nuevas generaciones, no a todos, les falta calle y tal vez rebeldía, pero no lo tienen fácil. La sociedad hoy es acomodaticia, se han educado en un ambiente “fácil” donde conseguir lo que querían (generalizar siempre es errar) no ha sido muy complicado. Además, han terminado sus estudios justo cuando mayor oferta periodística hay en Guadalajara. Nunca ha habido tantos medios escritos, hablados y visuales como hay ahora. Encontrar trabajo es mucho más sencillo que hace diez años, cuando era prácticamente imposible trabajar para lo que uno había estudiado, aunque sólo unos pocos privilegiados pueden decir que han accedido hoy a una redacción sin haber pasado antes por dos o tres años de aprendizaje como becarios, cobrando una miseria o regalando su trabajo a cambio de formación.
Los jóvenes salen de la Universidad con unos conceptos teóricos impecables pero con muchos pájaros en la cabeza. Han aprendido la teoría suficiente para aprobar el examen de conducir, pero no saben llevar el coche por la calle, les falta rodaje, pero no más que el que ha faltado siempre al que empieza en un oficio. Lo que ocurre es que ahora hay muchos jóvenes periodistas en los no menos jóvenes medios que se ofrecen en el mercado. Los veteranos son tan pocos que apenas se ven y la mayoría ocupan cargos de responsabilidad, con lo que resulta casi imposible que ejerzan su magisterio, día a día, codo a codo, con los recién licenciados.
Pero si se trata de buscar un defecto que pueda ser aplicado de forma casi general a las nuevas generaciones, con la prudencia debida, es que son menos humildes. Tienen muy claro lo que quieren, lo cual está bien, pero cuando no lo consiguen les falta paciencia para esperar su momento. Se resisten a cubrir informativamente aquello que no les gusta porque se supone que han estudiado para algo más que para seguir al coche de bomberos. Distinguen un editorial de una crónica y un suelto. No editorializan en cada párrafo, como muchos de sus antecesores en los diarios provinciales de los setenta, pero salen al mundo con grandes deficiencias sintácticas y ortográficas, algo que no pasaba entonces. Por supuesto, están convencidos de que todo el mundo está deseoso de conocer su opinión sobre tal o cual asunto, y se convierten en protagonistas de las historias, cuando el mejor periodista es el que pasa desapercibido, como el árbitro en el fútbol. Consideran que la columna de opinión es la suerte suprema y aunque apenas hayan leído un par de artículos sobre un tema de actualidad, o algunos capítulos de un libro, están lo suficientemente preparados para impartir doctrina a diestro y siniestro como si fuesen viejos estudiosos o eruditos especializados. No se dan cuenta de que a la gente pocas veces le interesa la opinión del periodista, salvo que sea un consumado y reconocido especialista, prefiere que le cuenten lo que ha pasado. Pero dudo de que estos sean males endémicos de los jóvenes de hoy, sino pequeños defectos corregibles de todos aquellos que por primera vez se adentran en esta profesión.
Ni los periódicos ni los periodistas de hoy son iguales a los que se hacían hace un cuarto de siglo, pero no comparto la opinión de quienes piensan que hoy en Guadalajara se hace peor periodismo. La falta de una tradición de diarios independientes en la provincia condiciona el producto. Falta rodaje en todo el engranaje de la cadena, pero con el tiempo, si continúa la tendencia actual, se lograrán objetivos similares a los que ya tienen otras provincias con mayor tradición. El valor de la información, hoy como ayer, depende del interés que suscita, y en este comienzo del siglo XXI interesan cosas muy diferentes a las de hace 25años. Ahora hay factores como las leyes de mercado, la competencia, la presentación formal del producto (maquetación) o la técnica, que mandan sobre los propios contenidos. A lo mejor no debería ser así, pero por desgracia es una realidad irrefutable. Con todos estos condicionantes y con estos mimbres hay que hacer el mejor periódico posible. Cada redactor debe tener siempre presente que su información ha de ser la mejor, la más completa, la más objetiva y la más interesante. Su única obsesión ha de ser la de suscitar el interés del lector desde el titular y la entradilla, hasta la frase final del texto. Intentar crear un clímax creciente capaz de captar la atención. Poner toda su profesionalidad y conocimientos en cada uno de los párrafos y en cada una de las informaciones y tener siempre presente que en este oficio nunca se deja de aprender.