Ángel García
Los periodistas, ya sea en ciernes, en expansión o consolidados, estamos tan acostumbrados a la queja y al lloriqueo que tenemos que celebrar a quien se sale de la norma. A quien logra romper el círculo y colarse en el optimismo. Me ha gustado siempre pensar que casi todo en esta vida, casi todo, se consigue luchando. Estudiando un poco más que el del pupitre de al lado. Entrando al trabajo antes que el compañero y salir el último. Bregando cuando los demás tiran la toalla. Ser más listo. Ser más audaz. O por lo menos intentar todas esas cosas que marcan la diferencia entre un tipo gris y otro agudo.
La profesión (el periodismo) está mal. De acuerdo. Poca novedad al respecto. Siempre ha habido quejas. Siempre se ha dicho que este era un oficio peor que el de las putas, que por lo menos cobran más. El cuaderno de quejas de los periodistas es casi más amplio que los «cahiers de doléances» que iniciaron la Revolución Francesa. Siempre víctimas. Siempre ladrando nuestro rencor por las esquinas. Siempre esquivos a la sonrisa. Conozco un periodista veterano que define a las redacciones como ese sitio, antes oscuro, ahora luminoso, en que los periodistas se dedican a ponerse verdes los unos a los otros, mientras que siempre hay alguien que coge el teléfono. Y el que lo coge, claro, se lleva la noticia.
En cambio, hay periodistas que se salen con la suya. Por fortuna. Jóvenes, preparados, con medio mundo ya recorrido. Yo tengo un caso muy cercano que se llama Ángel García Muñiz. No hace falta tener apellidos extraños ni extranjeros para llegar a la cima. Basta perseguirla y conseguirla.
Empezó en los medios locales de su tierra, de su tierruca de Santander. En Madrid pisó primero Europa Press y acabó harto de políticos. Luego se tiró a la yugular de Radio Marca, pero pinchó en los huesos de un lobo con canas. Y acabó en la SER. Medio de rebote. Tras unas pruebas veraniegas. Con el balance de una licenciatura a las espaldas y con la necesidad de una nómina en el aliento. El tiempo le ha acabado dando la razón. Su puesto es el que tiene porque sabe más de deportes que Tamames de economía o Ferran Adrià de tortillas deconstruidas. Cuando compartíamos piso, en la aventura de Aluche o en la placidez de Prosperidad, yo traía a casa toda la prensa. Cada día. Él sólo se interesaba, de verdad, por las páginas de deportes de El País y de El Mundo o por los diarios deportivos. Lo tremendo es que, antes de leer las noticias, ¡ya sabía lo que contaban!
Angelito García es hoy miembro de la redacción de Deportes de la SER y yo me siento orgulloso de tener cerca a amigos y periodistas que luchan por lo que creen, y además lo consiguen. Hace pocos días le dieron al equipo al que pertenece el premio Gordo de la radio: el Ondas de Radio Barcelona. Su jefe tuvo una mención para él, igual que para el resto de chavales que están al pie del cañón. Me quito el sombrero, como diría un castizo.
Conozco a decenas de periodistas veinteañeros quejosos de sus contratos, de sus situaciones y de sus lamentos perpetuos. Muchos de ellos no tienen la costumbre, si quiera, de leer el periódico cada mañana. Vale mucho tener estudios, idiomas y másteres. Pero a lo mejor tampoco debemos descuidar el afán de sacrificio y la constancia. Dar la lata. Llamar a las puertas. Demostrar tu capacidad y tu talento. Ser pesado, como diría Machado, en el buen sentido de la palabra. Y en eso, en ser pesado, a Angel no hay Dios que le gane. En el buen sentido de la palabra (qué cojones, y en el malo también…)
Me gusta tener a mi lado amigos y colegas de profesión que miran el oficio como una oportunidad, no como un drama.
Sólo hay una cosa que no le perdono al mamón de Angelito, aparte de su ego descomunal: que todavía no me haya regalado un disco de Carrusel. A ver si después de estas letras se anima, aunque no sé. Todavía me debe una cena desde que le gané una apuesta y le demostré que el Espanyol, con Camacho, llegó a la UEFA en el 96.
¡Ah, porca miseria de los cántabros!