Ángel Guerra
Anoche cenamos en Toledo. Frescura castellana, perfil cortado por las luces de la catedral, demasiado coche ya. Toledo es el refugio de culturas de la Sefarad de Muñoz Molina, el paisaje de Garcilaso o la ribera del Tajo sobre la que se detenía a mirar Marañón. No sé si la ciudad ha cambiado mucho en los últimos años. Supongo que sí. Sánchez Dragó me decía el otro día, cuando tuvo que soportar el tráfico de Guadalajara a las ocho de la tarde: «¡qué ciudad más dura, esto es peor que Soria!».
Me llama la atención cómo se han complicado la vida ciudades que antaño gozaban de tranquilidad y de sitios para aparcar el coche o tomar el aperitivo sin necesidad de darse codazos. Toledo va por ese camino. Escuché en la emisora local de la SER unas declaraciones de su alcalde: «¿Por qué nosotros vamos a ser menos que Madrid? Quiero que aquí haya los mismos avances que en la capital». Es para echarse a temblar.
Ignoro el motivo, pero ayer me acordé de la novela que Galdós le dedicó a Toledo: Ángel Guerra. El nombre se convirtió en un personaje galdosiano, pero en realidad respondía al pseudónimo de un periodista canario, José Betancort, que llegó a escribir en El Liberal y Heraldo de Madrid. También fue corresponsal en París de La Correspondencia de España, la mítica «La Corres», bastión del conservadurismo de finales del XIX. Ángel Guerra fue luego diputado en las Cortes.
Ahora rescato un par de párrafos de Ángel Guerra (de la novela de Galdós, no del autor) en una mañana que se escapa, ya casi entera, entre el frío y el sol:
«Había visitado Toledo bastantes veces, pero por poco tiempo, y siempre con escolta de habitantes de la ciudad que le ahorraban el trabajo de estudiar la inextricable topografía de ésta. Fuera de las vías que conducen de Zocodover a la Catedral, y de la calle Ancha a la de la Plata, no sabía dar un paso sin perderse. Pero preguntando se llega a todas partes, a Roma inclusive, y a la calle del Locum, donde la viuda del cerero vivía.
El mendigo y el cicerone suelen ser allí una sola persona. Los chiquillos pobres, y aún los que no lo parecen, dedícanse también, si al salir de la escuela tropiezan con algún forastero, al oficio de guías por el rompecabezas toledano. Guerra utilizó los servicios de uno de éstos, y pudo llegar a donde quería, rodeando la Catedral, y acometiendo después el empinado y tortuoso callejón que sube desde las inmediaciones de la Posada de la Hermandad hacia San Miguel el Alto, y enlaza también, por otra calleja inverosímil, con San Justo y San Juan de la Penitencia. El madrileño se vio en una plazoleta de tres dobleces, de esas en que los muros de las casas parecen jugar al escondite; pasó a la calle del Cristo de la Calavera que culebrea y se enrosca hasta volver a liarse con la del Locum; vio puertas que no se han abierto en siglo y medio lo menos; balcones o miradores nuevecitos con floridos tiestos; rejas mohosas, cuyo metal se pulveriza en laminillas rojizas; huecos de blanqueado marco, abiertos en el ladrillo obscuro de antiquísima fábrica; vio gatos que se asomaban con timidez a ventanuchos increíbles; labrados aleros, cuya roña ostenta los tonos más calientes de la gama sienosa; de trecho en trecho, azulejos con la figura de la Virgen poniendo la casulla a San Ildefonso, y por fin llegó a una puerta modernizada, que fue el límite de su viaje».