La comundidad autónoma de Castilla-La Mancha gestiona hoy una serie de competencias gracias a la capacidad de autogobierno derivada del título VIII de la Constitución, que es el que consagra el Estado de las autonomías. Esto quiere decir que los gobiernos de Castilla-La Mancha, de Castilla y León o de Murcia, pongamos por casos, pueden ocuparse de la Educación y la Sanidad en sus respectivos territorios con sus propios medios, sus propias directrices y sus propios recursos. Tras más de treinta años de democracia en nuestro país, se me ocurren algunas preguntas: ¿quién empezó a tirar del carro de las autonomías cuando todavía salían los falangistas por la calle en 1975? ¿Cuáles fueron las comunidades autónomas, históricas las llaman, que convencieron a la mayoría de que aceptando la pluralidad del Estado se garantizaba, precisamente, su unidad y no la ruptura, como defendían los reaccionarios? ¿Qué partidos políticos apostaban por un sistema solidario pero justo con la renta y las necesidades de cada región y qué partidos políticos seguían defendiendo eso del «café para todos»? Recuerden, recuerden. A lo mejor así todos logramos entender algo de lo que está pasando ahora.
El caso es que, entrado el año 2006, sale el presidente de Castilla-La Mancha y para más inri licenciado en Historia, José Mª Barreda, y dice que «no es aceptable el articulado del texto remitido por el Parlamento de Cataluña» para la reforma estaturia de esta comunidad. Lo dice él, aunque, que yo sepa, no forma parte del Tribunal Constitucional. Me jugaría un cordero a que este señor de Ciudad Real, entre 1975 y 1978, era de los que creían que la cohesión de España no dependía de ningún proceso de descentralización, sino al contrario, de solidificar el discurso y la arquitectura jurídico-política, desde luego no la del antiguo régimen, pero sí en todo caso alguna próxima al centralismo. Luego conoció a Bono, claro, y se le abrieron los ojos del regionalismo. Y hete aquí que este mismo señor, convertido en presidente de una moderna y pujante autonomía, financiada en gran parte gracias a la «solidaridad» fiscal de catalanes, alemanes y demás pueblos contribuyentes netos (tanto al presupuesto comunitario como al español), este señor, digo, cambia el discurso y vuelve a lo antiguo. Ahora le da miedo el Estatut, como es muy probable que hace treinta años el invento de las autonomías. Cabe pensar que es una posición egoísta, porque normalmente estas regiones van al rebufo de lo que «consiguen» otras como Cataluña, Euskadi o Valencia, pero yo creo que no. Creo sinceramente que no se trata de egoísmo. Quizá sólo complejo de inferioridad o, lo que es peor, un miedo atroz a reconocer la identidad de cada pueblo, a afrontar los problemas y no a sortearlos y, sobre todo, un miedo acojonante al futuro. Pero hay que estar tranquilos. El señor Barreda, o como se llame quien entonces gobierne Castilla-La Mancha, estará pidiendo dentro de treinta años lo que hoy niega a Maragall y Cataluña. Ojalá me equivoque, pero estoy convencido.